Un experto en artes visuales sobreactuado podría hablar sin parar sobre la elección de Vincent van Gogh de pintar tantas flores o la tonalidad extraña que le imprimía a los cielos. La locura, la belleza de lo muerto y bla bla blá.
Sobre Jarrón de gladiolos y aster chino, de 1886, el pintor le contó a un amigo en una carta que hacía estas naturalezas muertas porque no tenía plata para pagar modelos.
Muchos de sus cielos, con colores brillantes y pintura densa mezclada con blancos, amarillos y verdes, eran así porque el pigmento azul era más caro. Cuestión de dinero.
La película El menú (The Menu; Estados Unidos, 2022) toca un poco ese punto, en referencia a la comida y toda la parafernalia que la modernidad le agregó alrededor.
Sería algo así como “no hay que tomarse todo tan en serio” o, mejor aún: “Tanta seriedad nos va a matar”.
Las capas de cebolla de la película El menú
El guión es de los no muy conocidos Seth Reiss y Will Tracy y dirige quirúrgicamente el británico Mark Mylod, que viene del mundo de las series y tiene en su haber más de diez capítulos de la aclamada Succession, otros tantos de Shameless y varios de Game of Thrones.
Esta película es eso, una película, con todas las de la ley de consumo. Se propone entretener y cumple. En primer plano, dispara con ironía contra el snobismo foodie que rige estos tiempos y acierta.
Pero tiene más capas, como una cebolla morada de ensalada top. Porque es una comedia de horror tan claustrofóbica como graciosa, repleta de belleza visual y también impacto gore que —sobre todas las cosas— juega. Con todo.
Este texto va a señalar algunas de sus diversiones diabólicas sin caer en la trampa de develar la trama.
Actos y pasos
Hay un juego evidente. Uno de los recursos comunes del suspense es el encierro. El máximo ejemplo puede ser Alfred Hitchcock en Ocho a la deriva.
También es un clásico clase B del cine de terror. La cabaña, el hotel, ese lugar del que no se puede salir o al que hay que evitar que entre el mal. Un lugar que pone en jaque.
La película El Menú tensa esas dos puntas y el escenario —perturbador, trágico— es un restaurante híper exclusivo al que se accede por invitación-casting.
Está en una isla remota a la que se llega con un ferry especial propio y en la que además se produce todo lo que se sirve. Ahí viven y trabajan el aclamado y excéntrico chef Slowik y su equipo.
La trama empieza en tierra firme, pero muy pronto, al subir los pasajeros al ferry, se confirma la otra idea lúdica que subyace desde el inicio.
La comida, usada como acto exhibicionista y ya no de alimentación ni disfrute, es el tema. La foto del foodie antes de probar el manjar. El deseo de ser influencer gastronómico por sobre todo lo demás. Someterse al chef al que se idolatra sin miramientos.
También, la sobreglorificación de la tarea de cocinar bajo las normas celebradas por las estrellas Michelin. El comentario imposible de entender en sencillo de quien hace crítica gastronómica. El desprecio por quien no entiende el arte del plato. La abnegación militar de los cocineros en sus puestos de trabajo.
Con infinidad de recursos serios usados como autochiste, la película El menú pone el ojo en el snobismo gastronómico, pero también se ríe de sí misma en sus procedimientos. Y no es una comedia. Todo está al servicio de una trama opresiva primero, que se vuelve tensa después y casi justiciera sobre el final.
Sin spoilers, porque realmente es un juego más entrar a verla sin saber tanto, ya que cada giro es malvado y sorprendente, vale decir que la trama se desarrolla en actos-pasos. Cada momento es un plato para armar el menú completo de la película El menú.
Menjunje que alimenta
El grupo de comensales cautivos es ABC 1. Incluye a un actor famoso en los ´80 venido a menos, su asistente harta, una pareja de millonarios aburridos de sí mismos, un grupo de lobos financieros, una periodista gastronómica presuntuosa con su editor chupamedias.
Además, están el foodie de manual y su cita, Margot, una chica misteriosa que llega ahí de casualidad. No pertenece. Su estilo desentona, pero, sobre todo, no pasó el casting del chef, llegó sin previo aviso.
Y ahí, otro juego más. Como en una distopía, el personaje que hace Anya Taylor-Joy (impecable siempre, desde La bruja) es el ajeno, por eso puede ver lo absurdo de esa realidad imposible.
Y esa realidad es el sometimiento a la sobreinterpretación de la comida. Que ya no es alimento, pasa a ser arte, una puesta en escena, una marca de estilo.
En la cocina se sufre, ya queda claro en la mini explosión del subgénero de relatos audiovisuales que allí suceden: desde los realities de famosos que cocinan y Chef table con un jefe tirano con sus aspirantes, hasta el bello retrato de la serie The Bear o la celebrada película y tragedia culinaria El chef.
Porque ahí, en reality, documental o retrato, el chef puede llegar a lo impensado. Y en el caso de la película El menú de Mylod, puede ser tanto servir una piedra en el plato, ofrecer dips sin pan y avisar de la inminente muerte de alguien o cortar un dedo por desobedecer el modo en que hay que seguir los pasos del menú.
Pero el chef que interpreta muy hermosa y aterradoramente Ralph Fiennes no es el villano. Tampoco la víctima. Solo es un engranaje más en una realidad paradójica que la película corre de lugar con más juegos y herramientas.
Es un psycho-thriller, una comedia negra, una reflexión sobre la actualidad, un momento frívolo, también profundo, una travesura maligna, una de suspenso.
Tiene persecución en un bosque, lucha en cabañas elegantes, música clásica, suspense, nostalgia de un pasado más simple, lógica ilógica. Es un Blockbuster artie. Etcéteras por doquier. Un menjunje que funciona en el plato y, además de ser lindo de ver, alimenta.
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