En épocas en las que no sólo los caballeros los prefieren tintos, tal vez es difícil imaginarse que a fines de los años ‘70 el consumo de vinos blancos en Argentina fue tan alto que muchos productores incluso recurrían a variedades tintas para elaborarlos. La demanda hizo también que se arrancaran vides antiguas llegadas desde Europa para plantar cepas blancas de mayor rendimiento, borrando de un plumazo muchísimo material genético de enorme valor.
Los vinos blancos, sin embargo, fueron favorecidos por la rueda del karma, que ahora vuelve a girar para posicionarlos en un lugar de especial refinamiento que suele tener como puntos en común la búsqueda de zonas de clima frío -ya sea por altitud o por latitud-, una dependencia menor de los condimentos de la madera y un entendimiento más profundo de los terroirs. El Diablo, es cierto, sabe más por viejo y las décadas de experiencia colectiva brillan cada vez más. Por eso, hoy podemos hablar de vinos blancos inéditos argentinos.
Ya en 2018, en el seminario “La revolución del vino blanco en Argentina”, el enólogo José Lovaglio Balbo, de la bodega Susana Balbo, advertía que los vinos blancos tenían dos caminos para innovar. “Podemos recuperar y reacondicionar viejos viñedos, o plantar en nuevas regiones”, señalaba. Y es este segundo camino, justamente, el que está comenzando a hacer que a enólogos -y público- se les haga agua la boca.
Vinos blancos inéditos argentinos
La elegancia ante todo
“El 80% de los viñedos cultivados en los últimos 20 años están por encima de los 1000 metros en el Valle de Uco”, subraya Alejandro Vigil, enólogo de Catena Zapata, cuyos vinos blancos White Stones y White Bones fueron algunas de las primeras nuevas joyas de la corona en esta etapa.
Y agrega: “Eso nos dio posibilidades distintas y nos ayuda a crear un tipo de blanco muy particular que no se encuentra en otros lugares del mundo. Ya teníamos experiencia: hasta los años 80 éramos productores básicamente de vinos blancos y rosados. Pero ahora tenemos también la materia prima adecuada”.
A esto se le agregan otros factores que pulen aún más el resultado final de los vinos blancos inéditos argentinos. En ese sentido, Juan Pablo Murgia, enólogo de la bodega patagónica Otronia, apunta que también “se entendieron mejor el uso de la madera, el punto de cosecha y la acidez”.
Para el enólogo Giuseppe Franceschini, de La Giostra del Vino, no hay que perder de vista el peso que la evolución de la gastronomía argentina tuvo sobre el universo de los vinos blancos.
“Hubo una gran progresión en la cocina argentina: cuando yo llegué desde Italia todos los platos eran con bife, y meterle Chardonnay es difícil”, recuerda, mientras que concuerda con Juan Pablo en que “el abandono del uso de madera indiscriminadamente en el vino blanco como se hacía a principios del 2000 hizo que se empiecen a descubrir realmente las características de los varietales”.
En este punto, es evidente que -como en muchos otros momentos de la vitivinicultura argentina- había una necesidad de repetir modelos de otros países: el Chardonnay de estilo californiano, con toneladas de roble americano, era religión.
Y si bien intentar describir vinos de manera general es siempre meterse en camisa de once varas, definitivamente es cierto que los vinos blancos inéditos argentinos tienen coincidencias delineadas por el choque de tendencias.
Giuseppe da en la tecla cuando declara que se inclinan a “la expresión aromática sin tender al exceso, con pulcritud y precisión; son vinos elegantes, centrados, con frescura marcada”.
Esta es ciertamente la columna vertebral de dos de sus grandes vinos blancos: Piedra Líquida Sauvignon Blanc (con uvas de El Peral, Tupungato) y Valdencanto Blend de Blancas, nacido en el Valle del Pedernal, San Juan.
Por supuesto, ajustar el microscopio hace que el asunto florezca en muchísimos detalles que amplían aún más las potencialidades del fenómeno. Valga como ejemplo lo bien que se lleva el Sauvignon Blanc con la alta montaña mendocina (con La Carrera como zona a seguir de cerca) o con la IG Trevelin, ofreciendo expresiones de singular frescura herbal.
O lo cómodas que se sienten cepas típicas de lugares como Alsacia o el Mosela alemán en climas argentinos extremos, desarrollándose con una fineza y delicadeza fuera de serie: Juan Pablo, como muestra, confía en el Gewürztraminer como gran base de su finísimo 45° Rugientes Blend de Blancas.
“Creo que el Chenin y el Semillón van a ser nuestra bandera como el Malbec, pero en blancas”, asegura Alejandro. “Y creo que hay que seguir profundizando en las variedades mediterráneas que nos permite nuestro clima. Al Viognier un poco lo hemos abandonado, pero hay que volver. También recurrir al Marsanne y el Roussanne. Y hay zonas frías -dice- donde deberíamos explorar variedades piamontesas. Pero nunca tenemos que olvidar que nuestra variedad original insignia es el Torrontés y hay que seguir apostando y entendiéndolo”.
Observar y aprender
Y si la paciencia es la madre de todas las virtudes, lo es mucho más en el mundo del vino. Si hay algo que demuestra esta oleada, es que el trabajo de hormiga no sólo es amigo de la excelencia sino de algo aún mejor: el carácter distintivo. Y esto beneficia no sólo a una bodega o un enólogo, sino al vino argentino en general.
En ese sentido, cuando Otronia llegó a Chubut no existían referencias vitivinícolas. Y recién después de cinco cosechas, Juan Pablo se siente cómodo declarando que le encontró la vuelta al asunto. “Hace más de 10 años que plantamos el viñedo y todavía lo estamos entendiendo”, admite.
“Por ejemplo, siempre supusimos que el ciclo de la vid iba a ser extremadamente corto y que la uva iba a tener una producción azucarina potencial muy baja, así que inicialmente pensamos que haríamos espumantes y algún que otro vino tranquilo de baja graduación”, agrega. “Pero resultó todo lo contrario: el lugar entrega un nivel de acidez y profundidad impresionante. Y la luminosidad de primavera y verano nos permite hacer un Chardonnay de 13 grados de alcohol sin problema, manteniendo frescura. Es una combinación ideal”.
En este punto, prácticas en bodega como las maceraciones con pieles, las crianzas bajo velo o la oxidación previa a la fermentación como estrategia protectora entran al juego. De esta manera, aparecen vías alternativas para agregar textura a variedades no aromáticas, acentuar la expresión varietal y redondear vinos -en todo sentido- cristalinos.
“Tenemos que ser pacientes”, remarca Alejandro. “Sacar productos y productos que se copien a sí mismos y a otros no nos hace avanzar. La idea de hacer vino rápido está bien, pero -advierte- para este tipo de blancos en los que bien podemos competir con Borgoña, Napa, Russian Valley o España, tenemos que pensar a largo plazo”.