Un suculento libro salió del horno de la editorial Fondo de Cultura Económica: Gastronomía e imperio. La cocina en la historia del mundo, de la investigadora inglesa Rachel Laudan.
Pero esto es Vinómanos y, aunque también escribimos (y mucho) sobre pizzas, locro, cornalitos, alfajores y caramelos, vale la pena sumergirse en los roles que jugaron el vino, la cerveza, los licores, las infusiones y otros líquidos en lugares tan distantes en tiempo y espacio como el Antiguo Egipto o la Francia contemporánea.
Por algo desde tiempos inmemoriales el ser humano necesitó beber de un charco de lluvia o de un arroyo y luego destiló esa necesidad para crear jugos de uva fermentados y mil elixires más. Así que abramos la canilla de conocimiento que nos propone este libro.
Laudan se formó como geóloga y después se dedicó a la historia de la ciencia y técnica. Tras una estadía en Hawai, se volcó a estudiar la relación entre comida y humanidad y cómo evolucionó la cocina en los últimos 5000 años.
¿Una tarea ambiciosa? Claro que sí, pero la autora lo logra, con una escritura fluida y refrescante en las más de 500 páginas del volumen.
En general cuando se habla de comida la parte de la bebida queda en un lugar secundario; eso tiene una base porque el mayor aporte de calorías lo suelen dar los alimentos sólidos. Pero no hay historia de la cocina sin hacer la de los líquidos que tomamos.
Gastronomía e Imperio ¿quién se ha tomado todo el vino?
En algún momento impreciso, la humanidad descubrió que, si se fermentaban determinados frutos, el jugo que se obtenía era sabroso y permitía disfrutar de un mar de sensaciones.
En la Grecia Antigua es conocido el rol del vino y que hasta tenía su propio dios, Dionisio, pero menos recordado es que la mayoría de la población tomaba esa bebida rebajada con agua, como recuerda Laudan en Gastronomía e Imperio, para horror de los puristas.
En el año 1000 AC también se conocía el vino en China, aunque era la variante hecha con arroz, del que también se extraía vinagre.
En la Mesopotamia, para la misma época, hacían vino de dátiles, pero la que jugaba un rol clave era la cebada y por lo tanto una de sus hijas, la cerveza, era la bebida que reinaba en esa zona encajonada entre los ríos Tigris y Éufrates.
Claro que, lejos de las variedades cerveceras de hoy, la que tomaban en esas comarcas era sin gas, aunque la saborizaban con hierbas y especias.
Pero a no confundir: ocupaba un lugar especial en la alimentación y también en la medicina, al punto que los sumerios tenían a su propia diosa de la Cerveza, Ninkasi, cuyo nombre en el idioma local significaba “La que llena la boca”.
De todos modos, a la hora de celebrar vino y cerveza compartían honores. Recuerda Laudan que en documentos que sobrevivieron al maremoto del tiempo se cuenta que el rey asirio Asurbanipal ofreció un banquete para 70 mil invitados en el que se sirvieron, aparte de carne de pescado y vaca, “diez mil jarras de cerveza y diez mil odres (N de la R: sacos hechos con pieles de animales) de vino”.
Los griegos, queda dicho, eran maestros en la producción de esa bebida, tanto para consumo local como para exportación, con las actuales Francia y Ucrania como principales destinos.
La fabricación de vino a escala también llegaba a otras geografías; para el 100 AC, China ya tenía establecimientos para elaborar el Chiu, el vino de arroz antes citado.
Roma, como se sabe, heredó muchas costumbres griegas, entre las que se puede contar el hábito y la necesidad de tomar vino rebajado con agua. Aparte, obviamente, de adoptar a Dionisio, cambiándole el nombre por el de Baco.
La religión del vino
Con el desarrollo del cristianismo el vino tomó otro calor, al ser parte esencial de la Eucaristía. Como recuerdan tres de los cuatro evangelios, Cristo en la Última Cena tomó una copa y pronunció la famosa sentencia: “Beban todas de ella, porque esta es mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que es derramada para el perdón de los pecados”.
Y así el vino junto con la hostia hace presente el cuerpo del Mesías en cada misa. ¿Un simbolismo? No, para el dogma católico el vino se convierte en la sangre de Jesucristo, no la representa ni es un simulacro.
Por supuesto que esa bebida tiene otras valoraciones en la civilización islámica, que lo rechaza, aunque no siempre fue así.
Laudan recuerda en Gastronomía e Imperio que el Corán prometía en el Más allá “ríos de agua dulce, leche, vino y miel”, y que para el sabio árabe Averroes, un poco de vino era muy bueno.
Otra derivación del islamismo, la corriente sufí, lo reivindicaba junto al café como “auxiliares de lo divino”.
De cualquier forma, el vino mojaba con su influencia a todas las culturas, lo rechazaran o no. En el palacio de Bizancio, ya en la Edad Media, los jardines estaban decorados con fuentes de las que brotaba vino aromatizado con anís.
Mientras tanto, en los bajos fondos de esa ciudad imperial los pobres se conformaban con tomar posca, una mezcla de agua con vino agrio.
En ese mismo período histórico, cuenta la leyenda que el príncipe eslavo Vladimir de Kiev, cuando recibió informaciones sobre las reticencias islámicas y budistas sobre el vino, exclamó con razón: “¡No podemos existir sin ese placer!”, y rechazó ambos cultos.
El monarca, una suerte de padre del actual Estado ruso, mandaba a conseguir esa bebida al exterior, a cambio de pieles y miel que producía su país.
Bate que bate, el chocolate
¿Y América? Si hay una bebida embriagante pero no alcohólica que generó nuestro continente fue el chocolate; cuenta el cronista español Bernal Díaz de Castillo que el emperador Moctezuma ofreció a Hernán Cortés y al resto de su séquito, aparte de pecaríes y patos asados, “el frío, espeso y especiado chocolate”, que era la bebida de la realeza.
Con los años los europeos ya lo empezaron a servir caliente y, colonialismo y comercio mediante, desparramaron su presencia por todo el mundo.
¿Quiénes eran los principales productores del chocolate en América Latina? Los jesuitas, que tenía grandes extensiones de cacao en Guatemala y la selva amazónica.
Sabemos que hay muchos fans del chocolate y que para muchos de ellos produce una sensación de goce cercana a la sexual. ¿Exageraciones? No tanto.
Laudan recuerda cómo muchas órdenes religiosas recomendaban beberlo para “reducir la lujuria de las monjas y los monjes” sin pecar con el cuerpo ni con la mente.
Los cuáqueros ingleses (un movimiento protestante, para nosotros más conocidos por el símbolo de la avena) proponían eliminar el consumo de alcohol y reemplazarlo por… ¡chocolate!, que también gratificaba los sentidos y tenía menos contraindicaciones.
El último vaso
Y si los tiempos modernos consolidaron el reinado de los vinos franceses como sinónimo de excelencia gastronómica, el avance en el transporte mundial y las redes de comercio aceleraron otros consumos.
El té dejó de ser patrimonio de los países de Asia oriental, India e Inglaterra, el café se volvió un acto casi mecánico para arrancar el día laboral sea en Buenos Aires o en Ciudad del Cabo y el siglo XX vio el boom de la leche vacuna como “el” alimento por excelencia, aunque el libro de Laudan puntualiza dudas y matices.
Cuando terminamos de saborear este libro nos queda el reflejo de pedir otra ronda, de hojearlo una y otra vez; y aparte de los datos y las historias de cómo la cocina cambió al mundo y cómo cada sociedad cambió a su cocina, relucen las más de 70 ilustraciones del texto, diez mapas y seis cuadros.
Así, tras ver figuras hindúes batiendo un mar de leche, un lienzo japonés del siglo XVI decorado con una casa de té o una jarra para vino bañada en plata, del segundo Imperio Persa y el siglo VI, recordamos después de leer tanto sobre bebidas que tenemos sed.
Ahora podemos entonces disfrutar de una buena copa de Malbec y pensar además en griegos, romanos, sumerios y tantos más que nos antecedieron en este pequeño gran acto de placer.
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