
En un restaurante de Alemania me mandaron al subsuelo a buscar un truchón.
Estaba vivo, obvio. Lo atrapé con una red, y le dije al chef: “¿Quiere que lo mate?”
Alicia Berger montó en pelo, se disfrazó con sábanas para improvisar obras de teatro, fue campeona de pelota al cesto, de salto y de natación. Les enseñó a sus dos hijos a jugar al tenis, vive descalza, es piloto de lancha y recorrió el mundo. Cultora del multitasking, le gusta todo. Dice que bien podría haber sido “escritora, pintora, médica, actriz, arqueóloga, perfumista”.

Pero a ella, Alicia Berger, estrella de los mecheros televisivos, carismática comunicadora de recetas, maestra de los chefs más importantes del país, a ella no le gusta cocinar. Con su eterno look de ángel de Charlie, Alicia Berger hace pintura sobre seda y deja que su marido sea en su casa el jefe de las ollas y las sartenes. Tiene argumentos: “¿Quién quiere perder tiempo frente a las hornallas? ¡Nadie! ¡Con todo lo que hay en el mundo para descubrir!”.
Alicia Berger: Teatro
¿Qué fue lo mejor de tu infancia?
Tuve una niñez hermosa, muy divertida. Vivía con cuatro hermanos en una casa antigua, con un patio enorme, siempre llena de chicos, en Caballito. Todos los años nos íbamos en verano al campo de mis abuelos, que era el administrador de una estancia de una condesa italiana. Ahí andaba a caballo en pelo, vivía descalza, me disfrazaba con sábanas. Cuando tenía 9 años conocí el mar porque mi papá compró una casa en Los Troncos, en Mar del Plata. Me enamoré del mar. Y los fines de semana montaba obras de teatro con mis amigas del barrio, en Buenos Aires, donde de grande les hacía espectáculos de títeres a mis hijos. Eso me sirvió para soltar mi histrionismo frente a las cámaras.

¿Tuviste abuela y mamá cocineras?
No tuve abuela cocinera. Y mi mamá sí era la reina de la cocina, pero solo nos dejaba entrar para lavar los platos. La veía hacer bombones de lejos. No me enseñó nada porque no le gustaba enseñar. Yo soy todo lo contrario, creo que es importante transmitir lo que se sabe y permitir que el otro se equivoque.
¿Cómo fueron tus vivencias como maestra?
Hice el secundario en el Normal 4, por lo que egresé como Maestra. Y luego a los 19 me recibí de Profesora de Economía Doméstica, una especialidad que había nacido en USA. Me formé con el método del instituto uruguayo Crandon, en el Normal 9. Me enseñaron de todo: desde cómo cocinar scones perfectos hasta repujar en cuero y hacer primeros auxilios. Tengo todavía el libro con el que estudiaba.
Mi papá era médico y me ayudó un montón porque para las autoridades de los colegios yo era una revoltosa: me gustaba enseñar fecundación, por ejemplo. Llevé un microscopio y mostré sangre. Amaba enseñar. Un lugar donde daba clases era el instituto Fernando Fader, de Floresta. Era un terciario y tenía alumnos de todas las edades, hombres y mujeres. Me acuerdo de que dictaba 14 horas cátedra, repartidas en tres colegios. Cuando me tocaba dar cocina iba con la batidora colgada al hombro. Me divertía mucho.

Aprendizajes
¿Por qué decidiste ir a estudiar a Europa?
Había trabajado en Alemania porque vivía allí un pariente de mi primer marido. Entré por la puerta chica: mi tarea era terminar de emparejar las papas que salían peladas de una máquina. Ahí me di cuenta de que un peón de cocina sabía muchísimo más que yo, pero acá en Argentina yo era profesora… Entonces quise aprender, así que en 1979 fui a estudiar durante tres años a L’École de Cuisine et Pátisserie de Le Cordon Bleu, en París.
Al volver, fui a la embajada de Suiza a preguntar cuál era la mejor escuela de cocina de ese país, y me fui de nuevo, esta vez a Zurich, donde de día estudiaba y por las noches trabajaba en un restaurante para poder pagarme la Kochschule. En Europa trabajé en siete restaurantes con tres estrellas Michelin, en hoteles cinco estrellas, en Marbella, en los restaurantes de Paul Bocuse y de Alain Chapel en Francia, en Italia… Pero también en Malasia, en China, en Tailandia, en Egipto, en Sudáfrica, en Singapur.

¿Qué fue lo más difícil de tu trabajo en el exterior?
La primera frase que aprendí en francés fue: “¿Puedo ayudarte?”. En Francia cualquier mujer sabe filetear un pescado, conoce de vinos, es experta en quesos. Me gané el respeto de los colegas enseñando a manejar los cuchillos que se usan para limpiar carnes y pescados. Había aprendido a los 13 años en el lago Nahuel Huapi con mi papá, que era pescador aficionado. El secreto es limpiar los pescados dentro de un balde con agua. Y soy muy buena haciéndole un strip tease al pollo para despellejarlo completo, con plumas y todo. Era muy crack deshuesando pollos a velocidad porque durante mucho tiempo entrené en un mercado con cajones y cajones para poder hacerlo bien en la tele.

Cámaras
¿Cómo recordás a la distancia tu experiencia en la TV?
Fui transgresora. Siempre quise que la gente viajara mirando mi programa. Cuando me criticaban los platos porque les ponía muchas almendras en lugar de maní, yo insistía con mi idea porque veía a la TV como un entretenimiento. Quería que los y las espectadoras sintieran el frufrú de la seda como si estuvieran en la primera fila del desfile. Invertía tiempo y plata para estar en TV. No me importaba el éxito, pero sí el prestigio.
¿Y qué te parecen los programas actuales del estilo Masterchef?
Está todo editado, todo preparado. Me ofrecieron ir como jurado a la TV. Ni loca. No me interesa el show, y menos uno que es de mentira. Ahora, si me proponen enseñar, voy gratis a donde sea.

¿Por qué cerraste tu Escuela Superior de Cocina?
Tuve mi escuela de cocina entre 1983 y 2014. Fui directora y profesora de cientos y cientos de estudiantes. Cuando la abrí no había ningún otro lugar así. La cerré porque al principio los alumnos que venían querían aprender. Pero al final, solo ser famosos. También se juntaron otras cosas… Yo quería viajar, escribir, pintar. Así que bajé la persiana con una sonrisa, tal como la había levantado. Me ofrecieron mil veces poner mi nombre en otras sedes, pero jamás lo pensé como un negocio. No era un proyecto comercial. Era una pasión.
¿A qué colegas respetás?
Quien hace y enseña pastelería como los dioses es Osvaldo Gross. Fue alumno mío y siempre sigue estudiando. Nunca se disfrazó de cocinero. Acá hay mucho colega celoso, mucho divo. Pero los Petersen, que también pasaron por mi escuela, nunca lo fueron. Me los trajo la madre, de la mano.
¿Qué es lo primero que hay que aprender en una cocina?
Lo primero, a no quemarse. Lo segundo, a usar el matafuego.
Le di un golpe con el mango del cuchillo, y listo.
Cuando le pregunté: “¿Quiere que lo limpie?” se juntaron tres a verme.
¿Qué no te gusta de la gastronomía nacional?
Que no se usa mucho el pescado para cocinar. Y compramos mal, compramos cualquier pescado congelado porque nos venden cualquier cosa. Hay que mirar los ojos del pescado. Si no tienen brillo, dejalo porque no está fresco.
Tampoco sabemos nada acerca de las especias, pensamos que el azafrán es un polvo que viene en latita, consumimos canela adulterada, usamos cualquier cosa creyendo que es curry de verdad. Y estamos convencidos de que la cocina asiática es picante, pero nada que ver. Solo lo es la tailandesa.

Maridajes
¿Qué cocinás muy rico y qué no te sale nunca?
Amaso un strudel espectacular. Pero no hago pan. Como tostadas. Mi papá era de origen italiano; mi mamá, francés. Así que no comíamos pan. Pero para mí un buen pedazo de pan, un trozo de buen queso y una buena copa de vino es una gran cena. Nunca sigo recetas al pie de la letra.
Hay que aprender las cosas básicas y agregar lo que te gusta. No me gusta cocinar, en casa cocina mi marido. Y si tengo que hacerlo, preparo cualquier cosa en dos patadas. Inventé recetas complicadas, sí, pero solo porque las necesitaba para mi libro (“Mi cocina”). No sé hacer asado. No me gusta todo ese ritual del fuego, pasarse ahí dos horas… No es para mí. ¡No tengo paciencia!
¿Qué vinos te gustan?
Me encantan los vinos blancos perfumados y los tintos ligeros. Y el champagne me fascina si estoy triste, y también si estoy feliz. Hay dos cosas a las que nunca hay que decir que no: a una copa de champagne y a un hombre buen mozo (ríe, divertida).
¿Qué importancia le das a la imagen de los platos?
La presentación de un plato no importa tanto. Lo visual es lo último. Lo principal es el olfato. Yo lo tengo más desarrollado que el gusto por haber trabajado con personas ciegas. Por eso a veces pienso qué lindo hubiera sido ser perfumista… En la cocina también es importante el oído, para saber el tiempo del aceite al fuego, por ejemplo. Y el tacto es fundamental para limpiar las espinas.
¿Cómo fue esa experiencia con personas ciegas?
Mi mamá aprendió Braille para ayudarme en mi trabajo con las personas ciegas. Yo les enseñaba tejido y muchas cosas más, aparte de cocina. En realidad, a cocinar me enseñaron ellos. Con ellos aprendí también a mirar el cielo porque quería describírselos, igual que los colores. Muchas veces los invitaba a compartir la tarde en mi casa y recuerdo que se las mostraba al tacto: la recorríamos acariciando las paredes.
Yo daba clases en la escuela Santa Cecilia, que era para niñas ciegas. Mi papá hizo operar a varias alumnas para que recuperaran la visión.
Si no creés en el peso visual de los platos, no te debe interesar mucho Instagram…
Para mí Instagram es interesante, pero las redes en general no me gustan.

Amistad
¿Es cierto que hiciste un curso para tener bajo control tu energía?
Sí. El secreto para hacer muchas cosas es ser racional. Una vez me caí en el garaje del edificio de mi departamento y yo sabía que me había fracturado, así que con los documentos del auto y un pañuelo improvisé un entablillado. Me llevaron así hasta el hospital.
¿Tus mejores amigas son cocineras?
No tengo amigas. Nunca tuve tiempo de tenerlas porque me dediqué a trabajar. Me gustaría mucho porque no me cuesta ser amiguera. Lo que pasó fue que las dos más cercanas que tenía murieron cuando éramos chicas, y del resto la vida me ha separado un montón… Nunca me gustaron las conversaciones acerca de pañales y de mucamas. Pero siempre me llevé muy bien con mis amigos hombres porque me encanta hablar de deportes.
¿Qué consejos podés dar para ofrecer un buen servicio?
Ah, me encantaba servir… Las velas nunca van a la altura de los ojos en la mesa de un restaurante. ¿A qué mujer le gusta que se le noten las arrugas? Y jamás se ponen flores con perfume, porque no hay que tapar los aromas del plato.
¿Cuánto hay de cierto en eso de que muchos chefs son gritones y déspotas?
(El chef austríaco Eckart) Witzigmann fue el único de los que conocí que gritaba mal en la cocina. Sus gritos eran latigazos en la espalda. Imponía una disciplina militar. Te daba permiso para comer entre tal y tal hora y si te pasabas del horario, se tiraba la comida. Teníamos prohibido hablar durante el servicio. Solo podíamos comunicarnos entre nosotros con la mirada. Pero de él aprendí a crear platos.
Cocinaste en restaurantes muy sofisticados, pero sos anti-glamour.
Sí, soy una mujer muy simple. Detesto maquillarme para la tele, me hacen sentir una geisha. Solo me pongo rimel y labial, y me peino sola. Aprendí a arreglarme el pelo porque en París costaba 90 euros la peluquera. Ni loca, dije, lo hago yo. No me gusta estar a la moda. Ni en materia de ropa ni en la comida. Voy de picnic al Rosedal con mi hijo.
A ambos les transmití mi pasión por el trekking y la naturaleza… Y mi marido sabe mucho sobre viñedos, y fue chef en un restaurante de tres estrellas Michelin. Hace 32 años que estamos juntos. Compartimos un estudio en casa, donde yo pinto sobre seda y él hace trabajos de bricolaje.

Viajar
En otro de tus múltiples roles, navegás. ¿Qué te atrae de ese mundo?
Soy piloto de lanchas a motor, y navegué en barco durante 20 años. Me hice experta en cocina cardánica, que es la que se usa a bordo. Mi plato habitual era el pollito al limón: sartén, manteca, pechuga vuelta y vuelta, jugo de limón, chorro de crema, sal y pimienta, con una guarnición de fideos o arroz. Listo. Iba en bici a hacer las compras y volvía al barco.
¿Qué te llamó la atención de tus viajes por África y Asia?
En Senegal me enamoré de África. Ahí trabajé en cocinas con perfecta integración entre blancos y negros. Y la cocina tailandesa siempre me llamó la atención. Por algo los franceses fueron ahí a aprender a preparar por ejemplo platos con especias.

¿En qué proyecto trabajás ahora?
Mi baulera está llena de cajas y cajas con recuerdos de mis viajes. Tengo piedras con improntas de hojas y de peces a causa de la glaciación, tengo un museo de aventuras. Y estoy recopilando fotos y textos y recuerdos porque quiero armar un libro con algo de todo lo que aprendí recorriendo el mundo. Pero sobre todo porque me interesa no olvidar aromas y sabores. Y compartirlos.
“¿Quiere que le quite las espinas?”, le pregunté. Asintió con la cabeza, mudo. Y con un cuchillo de punta le saqué el espinazo entero.
Ahí fue cuando el chef me miró y dijo: “¿Me enseña?”