Antes se hablaba mucho del cuerpo en materia de vinos. Luego, se hizo otro tanto con los taninos, el color y los aromas. Ahora, un gran olvidado vuelve a la escena: la frescura. Son cada vez más los críticos que la ponderan como una virtud y el consumidor comienza a interpretar su relevancia. ¿Qué pasó para que ganara lugar y cómo apreciarla en el vino?
Esta tendencia tiene un correlato técnico y otro histórico. Hace dos décadas, cuando Argentina empezó a elaborar vinos de un perfil internacional, lo primero que se hizo –siguiendo el consejo de asesores externos- fue apuntar a uvas más maduras. La razón era simple: con esas uvas se elaboraban los tintos voluminosos que marcaban el canon de calidad a nivel internacional.
Pero las uvas más maduras dan vinos de baja acidez y por tanto de poca frescura. Por dos motivos. Primero, porque el potencial alcohólico, es decir, la cantidad de azúcar que desarrollan, es alto. Y el alcohol es dulce, lo que contrapesa la acidez del vino. Segundo, porque los ácidos naturales de la uva –tartárico, cítrico y málico para citar sus nombres- se degradan cuando las uvas sobremaduran.
De forma que cuando se elaboraban tintos de ese estilo, la gordura y carnosidad, seguido del alcohol elevado, marcaban una pauta de calidad, que la madera terminaba de completar con perfumes de vainilla en un combo opacaba toda frescura. El problema, a la larga, es que esos vinos aburrieron al consumidor de a pie y al especializado. Porque no son buenos compañeros de comidas y mucho menos para beber en solitario. Carecen, por así decirlo, de la chispa natural de frescura que da nervio al paladar.
Así, durante dos décadas se libró una batalla sorda en nuestro mercado por conseguir vinos de mejor frescura. Al comienzo fueron unos pocos, luego muchos más. Un poco yendo hacia terruños más altos, australes o marinos, otro poco volviendo hacia una madurez más adelantada que recuperara la frescura perdida. Cualquiera sea el caso, ahora la frescura volvió a ocupar un lugar destacado. Pero: ¿por qué es tan importante y sobre todo, cómo reconocer una buena frescura de una mala acidez en el vino?
Balance en equilibrio
El gusto es un concepto estético. Es decir que lo que está bien y lo que está mal se rige por criterios que no son técnicos ni mensurables. Lo que no está sujeto al gusto son las interferencias entre las sustancias que lo determinan. Y de esas sustancias hay que hablar para entender la frescura de un vino, primero, y luego el balance ideal.
Como sucede con el azúcar y la limonada, cuando una bebida es rica en ácidos otra sustancia dulce puede hacer que su expresión se reduzca notablemente. Lo mismo pasa con los amargos y los dulces, que se contraponen como en el café. La experiencia la tenemos todos: más azúcar a una salsa, más azúcar un jugo, más azúcar al café hacen que sensaciones desagradables se conviertan en agradables.
Lo mismo pasa con el vino. Sólo que en su caso las sustancias dulces son otras: alcohol (dulce y amargo a la vez), glicerina (muy dulce) y azúcares, por un lado, se confrontan con los ácidos tartárico (bien acido), cítrico (muy ácido) y málico (muy ácido y además astringente).
De modo que si las uvas contienen mayor grado de acidez, porque se las cosecha buscando ese fin, los vinos tendrán una mayor sensación de frescura.
El límite estético para esa frescura está en la boca: cuando un vino deja una exagerada sensación ácida, especialmente bajo la lengua, se lo toma como un defecto. Mientras que si esa acidez logra compensar el dulzor natural del vino y darle relevancia, se la pondera como algo positivo. Ahí es cuando la acidez se transforma en frescura.
La gracia de la frescura
El punto con la frescura que hoy engalana el paladar es que, además de invitar a beber, ayuda a compensar las comidas. Las carnes asadas, por ejemplo, ganan ligereza con estos vinos; mientras que las salsas rojas obtienen un mejor contrapunto. Eso, para no hablar de los quesos duros, cuyo picor encuentra un aliado ideal en la frescura del vino.
Por suerte para todos, la frescura ahora goza de reconocimiento enológico y de consumo. Y los vinos ya no aturden al paladar con peso, ampulosidad y volumen, ya que interfiere con ellos adelgazándolos y creando ligereza. En suma: los pone en balance. Y esa es siempre una buena noticia a la hora de beber.
Joaquín Hidalgo