
Hay muchas maneras de beber vinos. Entre las más usuales, está la de acompañar cosas con vino: comidas, discos, conversaciones, momentos de soledad o de fiesta. En esas situaciones, el vino cumple funciones muy diferentes.
Ocasiones de consumo
En una comida, por ejemplo, el maridaje -del que siempre se habla mucho y se practica poco- es fundamental. Una propuesta estética a la hora de beber.
En momentos de conversación, en cambio, el vino no puede ocupar otro lugar que el del partenaire que, invisible, hace que la conversación fluya. Es la excusa, si se quiere, para que ese diálogo se inicie (¿tomamos un vinito?) y fluya.
Beber en soledad es una cosa más profunda. Cuando uno decide regalarse un momento de reposo para pensar en las cosas de la vida, el vino, nunca cualquier vino, es una compañía preciosa: no interrumpe, no cuestiona, no abruma, sólo hace su trabajo de compañero. De estar, que no es poca cosa.

En la fiesta, desde ya, el vino es un fuelle que sopla energía, vitalidad y enciende la vida.
Un lugar indeleble
Bien mirado, en cada caso el vino rara vez es protagonista. Pero en todos ellos, cuando ocurre la magia, el vino termina siéndolo. “Anoche tomamos un vino fuera de serie”; “Qué rico este vino, qué maravilla de sabor”; “Terminamos la botella sin darnos cuenta”. Esas son las formas en las que el vino gana su lugar.
Pero hay otro tipo de vinos. Son pocos, es verdad, que logran salir de ese segundo lugar y se ganan otro, indeleble. Hace muchos años que tengo la certeza de que existen dos clases de vinos: los inolvidables, y todos los demás. E inolvidables entra en una categoría propia, porque las razones nos siempre son vínicas. Pero, ¿acaso importa?

Los inolvidables
Todos tenemos vinos así. A veces es el mismo vino: un aroma que conecta con algo arcano, remoto, que no sabíamos que nos habita, y que de pronto nos deja cautivados. Algo así como un momento Ratatouille, en el que se conectan todos los cabos sueltos en las experiencias de sabor, y de pronto el vino ocupa ese lugar.
Aunque parezca exagerado, he visto a personas experimentadas llorar de emoción sobre una copa de Pinot Noir porque les tocó una fibra íntima.
También son inolvidables las impresiones fuertes de algunos vinos. Por ejemplo, la primera vez que se bebe un jerez amontillado, difícilmente pase desapercibida para una persona. Es tal la singularidad de ese vino, la mezcla de sabores entre madera, azafrán, frutas secas y una sensación etérea y seca, que incluso un amontillado de medio pelo dejará una huella indeleble. Lo mismo sucede con el Sauternes o los raros Madeiras.
Estos vinos, los raros, los que tienen un sabor indescriptible, los que llenan la boca con una flamante experiencia, en general entran en una categoría más importante que los vinos inolvidables –al menos para mí– porque son los que te cambian la vida.
Es probarlos y entrar en una nueva trama de sabor, como cuando se descubre algo que te deja pensando, te incentiva a volver y probar, te deja con las ganas.

Recuerdos de los buenos
Inolvidables resultan algunas botellas en particular. Están las que quedan asociadas a una compañía deliciosa y que, cada tanto, al volver a esas etiquetas, se reviven los recuerdos de luz. Y están esas otras botellas que se recuerdan porque nombran las ausencias con un sabor delicado, lleno de ese cariño que arropa, como arropan algunas copas.
Lo curioso de los vinos inolvidables es que nunca (o casi nunca) quedan pringados a malos recuerdos. Podrán perdurar los momentos horribles, las malas evocaciones del pasado, pero es casi imposible recordar el vino que las acompañó.
En eso, la memoria selectiva hace un pase de magia y borra la botella con el Photoshop del recuerdo editado. O acaso, ¿quién se acuerda de una botella en una situación que se desea olvidar?