La Argentina es díscola. Si para el castigado Keynes estaba en el grupo de las naciones inexplicables junto con Japón, para el mundo del vino ocupa un raro lugar entre los países tradicionales del Viejo Mundo y los elaboradores del Nuevo. Fruto de esa singularidad, el nuestro es un país difícil de explicar, lleno de especificidades y eso es motivo de sobrado orgullo.
Singularidades para celebrar el Día del Vino
La primera singularidad es la que se conmemora cada 24 de noviembre. Tenemos un día para celebrar al Vino Bebida Nacional, así, en términos genéricos. Y la idea es festejar que el país tiene una larga tradición de amor por el vino.
Se lo consume desde tiempos coloniales, cuando en los valles del norte se lo elaboraba para consumo doméstico; se lo bebía en tiempos de pulperías y carretas; y se lo llevó a las grandes urbes ni bien emergieron como la bebida de preferencia para el trajín cotidiano.
Así, en 1970, un argentino promedio bebía unos 92 litros al año. Es decir, casi la misma cifra sideral que se tomaba en Francia, Italia o España.
Esa filiación es la que conduce a una segunda singularidad. Estamos ubicados en el Nuevo Mundo, como se denominó a América, pero en rigor los usos y costumbres en torno del vino son de raíz europea, es decir, del Viejo.
Van dos datos de contraste para entender esta ecuación. En 1910 las bodegas elaboraban a todo vapor vinos que se vendían en el litoral y en Buenos Aires, cuando otros países del Nuevo Mundo, como Australia o Nueva Zelanda, aún no tenían ni un ápice de este modelo de consumo.
Para la década de 2000, la Argentina se vio forzada a exportar parte de esa producción –con números locales de consumo de vino por entonces en torno a los 30 litros per cápita– y es en ese momento cuando el país entra el gran comercio del vino, del que ya participaban otros actores de Oceanía y Chile.
Ahí es donde más se nota el contraste entre el Nuevo y el Viejo Mundo del vino y el lugar intermedio de la Argentina.
Y he ahí otra singularidad que hoy se observa con mayor claridad. Si esas potencias de la exportación –Chile es hoy el 4to. a nivel mundial, Australia el 5to, liderados por Italia, España y Francia, medidos en volumen– Argentina ocupa un cómodo 8vo. lugar, un poco menos de la tercera parte de lo que exporta Chile.
Significa esto que somos menos conocidos afuera, pero que tenemos un corazoncito capaz de sostener una producción que es en rigor la 5ta. a nivel mundial. Con el vaso medio lleno, ahí hay una oportunidad de éxito. Medio vacío, diríamos que hemos perdido el tiempo.
280 mil personas
Pero esa es justamente la singularidad entre todas ellas. En Argentina hay un mercado de vinos. Se compran y venden botellas, se beben vinos en restaurantes y en las casas, se elige una copa de vino como aperitivo y se descorchan burbujas para los festejos.
Eso significa que, a diferencia de otros países exitosos en la exportación, el vino en Argentina tiene su propia cantera de gustos.
A comienzos de 1990, cuando la pregunta era qué buscaba el mundo, la respuesta fue un estilo global de vinos que hubo que aprender a hacer. Hoy la cuenta es otra: Argentina ofrece lo que bebe y eso el mercado lo premia.
Primero porque ese mercado hace sustentables los proyectos de pequeña escala hasta que adquieren momentum; segundo porque en los gustos de este mercado se pueden ver reflejados otros, con otras tendencias. Y eso hace que sea atractivo para un bebedor de Estocolmo o de Edimburgo zambullirse en los sabores del sol de los Andes para descubrir cosas.
Y si de descubrir se trata, la quinta singularidad de este país en materia de vinos viene a dar con la llave. Con unas 207.000 hectáreas de viña, y con la excepción de Santa Cruz y Tierra del Fuego, no hay provincia en la que no haya al menos un puñado de viñas para convertirlas en vino.
Por supuesto, Mendoza da cuenta de ¾ partes, pero ya no alcanza con nombrar Mendoza como un todo. Están Luján y sus distritos, el Valle de Uco y sus parajes y flamantes IGs, los rincones del llano y del sur.
Y lo mismo ocurre para San Juan, casi 1/3 del total nacional, donde los valles de la cordillera traen sus sabores. O los rincones del Valle Calchaquí o de la Patagonia.
Como sexta singularidad, está el Malbec en todas ellas. Es un vehículo para reconocer los estilos y los límites de los lugares, que además prácticamente no está plantado en ningún otro lugar del planeta.
Si Argentina tiene unas 46.000 hectáreas de Malbec, Francia da cuenta del 10% de ellas y Chile un poco menos aún. Y nos gusta mucho el Malbec.
Si faltaba un dato para cerrar la idea de que Argentina celebre su día del Vino Bebida Nacional, es que de punta a punta del país, unas 280.000 personas trabajan directa o indirectamente en la producción y venta del vino, en sus eslabones de integración con otras industrias e insumos, en la logística y tal.
Algo así como el 0,6% de la población tiene algo que ver con el vino como modo de vida. Eso es una séptima singularidad.
Entonces, motivos no deberían faltar para brindar con una copa de vino. Si la vemos medio llena, es todo festejos. Pero si la vemos medio vacía –con un consumo anual de 18 litros per cápita, dificultades financieras y mercados por conquistar– quedan muchas cosas aún pendientes para hacer más grande todavía a este rincón del mundo del vino.