La guarda tántrica: ¿siempre los vinos viejos son mejores?

La acumulación de años en una botella no necesariamente es garantía de que haya soportado bien el paso del tiempo, y mucho menos con dotes de excelencia. Sin embargo, descubrí cuándo vale la pena esperar.

En el mundo del vino, el no va más es beber una botella añosa. Se diría que cuanto más vieja, mejor. Sin embargo, beber vinos envejecidos puede ser una gran decepción: hay uvas que sólo pasaron tiempo en la botella, otras que se desvanecen en el corto plazo, y finalmente unas pocas que crecen y perfilan sabores diferentes. 

En el imaginario popular, no obstante, los vinos viejos son siempre mejores vinos. En esa idea hay algo sospechoso. ¿Cómo o por qué se cree que los vinos viejos son los mejores? Algunas intuiciones sobre este asunto.

¿Los vinos viejos son mejores?

Sabiduría del tiempo

La primera intuición tiene que ver con un sesgo cultural. Mientras que las sociedades contemporáneas endiosan la juventud como un momento vital y de energía, ponderan la senectud como una etapa de reposo y un remanso de sabiduría. 

Como no todos llegaremos a viejos, los que lo hacen se transforman en general en depositarios de conocimiento por la acumulación de experiencia. La misma analogía corre para el vino.

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¿Cómo o por qué se cree que los vinos viejos son los mejores?

Pero como todo el mundo sabe, llegar a viejo no necesariamente es haber adquirido la sabiduría para la vida. Eso está largamente probado, de modo que, así como hay viejos chotos, también hay vinos chatos (o es al revés). 

 

La invención de la botella

Todo cambió cuando se inventó la botella. Pero más aún cuando se inventó el corcho. Hasta ese momento, el vino era un producto de elaboración y consumo en el año. A lo sumo, en dos años. 

Pero desde que se puede embotellar y conservar un vino –desde mediados del siglo XVIII– el envejecimiento en botella generó una elite de vinos que llegan a viejos y unos, menos aún, que llegan a grandes. De ahí parte del prestigio ganado.

Para eso tienen que suceder dos cosas. Una, que nadie se beba todas las botellas jóvenes (cosa por demás difícil en ciertos ámbitos y con ciertas botellas). Dos, que esas botellas que se salvaron estén bien guardadas: a temperatura más o menos constante, en la oscuridad y con los tapones mojados por el vino. 

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Todo cambió cuando se inventó la botella.

Así y todo, en las botellas añosas, digamos de unos 30 años, se suelen cambiar los tapones para garantizar el viaje en el tiempo.

 

Exclusividad

Todos esos cuidados, que van desde el atesoramiento a la conservación y el recambio de tapones, hacen que escaseen las buenas botellas viejas. Y en ese halo de misterio y exclusividad es donde se acumula el principal atractivo. 

Poseer, beber y conservar esos tesoros los convierte en valiosas piezas. De ahí que en general se considere que los vinos viejos son mejores. Aunque, en rigor, son exclusivos. De ahí a la valoración positiva, sólo media el deseo y la demanda.

En el vino se habla de la capacidad de guarda de las botellas como una apuesta segura o insegura. Cuando se supone que son apuestas seguras, se suele pedir un precio mayor, porque tienen “potencial de guarda”. 

Pero se sabe: los mercados a futuros son un arte que hay que saber cultivar. Lo mejor para no clavarse es comprar vinos ya viejos, aunque se los pague caros, antes que comprarlos hoy para envejecer y beber mañana. 

No obstante, el criterio de exclusividad, que refrenda esa tesis, también puede encerrar un fiasco: he bebido botellas que, de tan ajerezadas o perdidas de sabor, uno se pregunta para qué haberlas guardado tanto tiempo. 

Abrirlas, sin embargo, es una gesta de las expectativas: requiere un tipo de sacacorchos (el llamado ah-so en forma de la letra griega π) y una ceremonia realizada por manos diestras. En ese dispositivo también se refrenda la idea de distinción. Y se refuerza el valor percibido.

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Poseer, beber y conservar esos tesoros los convierte en valiosas piezas.

El otro sabor

¿Y si el sabor del vino es malo? ¿Si sabe a moho o encierro? En general nadie dirá al abrir una botella añosa que es un fiasco por la sencilla razón de que no puede defraudarse. Pero sucede más a menudo de lo que uno imagina. Es como el chiste ese sobre el no hablar mal del caballo, pero esa es otra reflexión. 

Ahora bien, cuando el milagro se cumplió y el vino ha envejecido bien, lo que sucede es una magia difícil de describir: aparecen sabores desconocidos, nuevos y llenos de vitalidad, que reflejan flores y frutas secas.

Describen el paso del tiempo como una transformación superadora, donde la textura es de seda y hay una agilidad del paladar que rara vez se halla en las botellas jóvenes. 

Es ahí cuando aplica la idea de que el vino viejo es mejor. Aunque en rigor de verdad habría que decir que el vino viejo es único. 

Porque eso es algo que también se aprende al beber vinos añosos: hay botellas y botellas. Las buenas son la gloria y las malas… son solo eso, malas botellas. 

De manera que para beber vinos añosos hay que estar a la altura de las circunstancias. Como sucede con los sabios (para seguir la primera idea), debemos poder hacerle frente a la eventual decepción para encontrar el verdadero gusto de las cosas.

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Foto de portada de Min An: https://www.pexels.com/es-es/foto/fotografia-de-enfoque-selectivo-de-muneco-macho-sosteniendo-una-botella-cerca-del-botellero-713642/
Es periodista y enólogo y escribe como cata: busca curiosidades, experimenta con formatos y habla sin rodeos de lo que le gusta y lo que no. Lleva más de veinte años en esto. Lo leen en Vinómanos (plataforma que fundó en 2013) o bien en medios nacionales, como La Nación y La Mañana de Neuquén. Desde 2019 es el crítico para Sudamérica de Vinous.com (EE.UU.).