Los vinos con agujeritos no tienen nada que ver con Julián Weich y su noventoso programa de TV, El agujerito sin fin. Lejos de eso. Sin embargo, esa forma de llamar a un grupo de vinos que no buscan la perfección como motivo estético es de lo más acertada. Tiene una linda historia detrás.
En una comida hace ya algún tiempo, los presentes nos debatíamos entre dos tendencias estéticas en el mundo del vino.
Por un lado, aquellos que venían del palo técnico, enólogos y catadores para quienes los vinos con algún grado manifiesto de desperfecto, sino ya lisa y llanamente defectos, les parecía algo imposible de entender.
Por otro lado, una vanguardia de sommeliers y consumidores con mente abierta encontraban en esa a veces calculada desprolijidad un motivo de distinción.
De hecho, en los vinos hay algunos defectos que son considerados virtudes. Una punta acética puede pasar por fermentación natural sin levaduras, mientras que cierto tufo a ratón de las malas fermentaciones decora el perfil de un puñado de vinos naturales y sin sulfitos.
Pero la discusión se iba caldeando para la hora del segundo plato, como cada vez que una discusión es estética.
El punto irreductible era que unos consideran defecto lo que los otros ven como virtud. Y eso es motivo suficiente para agarrarse a trompadas. Basta recordar las disputas entre las vanguardias artísticas del siglo XX –entre dadaístas y cubistas, o entre realistas sucios y realistas mágicos– para darse una idea.
Ya estábamos todos en plan nos bajamos los dientes a botellazos cuando uno de los presentes dio con la metáfora perfecta y salvadora. Desde una suerte de ponderación salomónica, nos escupió a todos en la cara: “Pará loco, ¿acaso nunca se compraron un jean con agujeritos? Esto es igual”.
Y nos dejó a todos boquiabiertos.
Vinos con defectos: los agujeritos en el vino
Así son las modas. Quienes tiene un armario lleno de ropas de distintas épocas, que acumula tantas capas geológicas como devaluaciones, encontrará sin dudas algún pantalón que compró a gastado a propósito en tiempos de Julián Weich.
De todos modos, no hace falta irse tan atrás en el almanaque: hoy mismo en tiendas de moda se consiguen jeans con un flor de siete en cada rodilla para que ellas puedan andar con las piernas al aire.
Sucede que, a la hora de vestirse, el detalle que nombra es más importante a veces que lo que se viste. Pero en el vino el cuento es diferente.
Por años los defectos técnicos, sean físicos o microbiológicos –quebraduras de color, acetificaciones, olores de huevo podrido en las reducciones, oxidaciones fuertes, por citar algunos ejemplos– fueron un dolor de cabeza para los enólogos.
El siglo XX, sin embargo, con su arsenal de técnicas, químicas y maquinaria afín, transformó esos defectos en algo del pasado. Así, la corrección técnica, además de la seguridad alimentaria, pasó a ser un valor central. Para decirlo en términos estéticos: hacer buen vino se equiparó a hacerlos sin defectos técnicos.
Pero luego vienen los consumidores quienes, al cabo de probar vinos de todos los orígenes, precios y estilos del mercado, y con la cava llena de capas geológicas de sabores conocidos y devaluaciones, se dejan seducir por un vino desalineado.
Y entre desalineados y defectuosos existe la misma delgada línea que separa la arruga de la suciedad. Y ahí es cuando esa vanguardia de bebedores emocionados con un sabor que no conocían se enamora de esa novedad.
Tiempos modernos
El fenómeno no es distinto –salvando las distancias, claro– a lo que sucede hoy con el giro conservador hacia cierto naturalismo, entre cuáquero y menonita, que pregona la vuelta a un estado natural de las cosas, a la desconfianza por la vacunación, el terraplanismo.
En el vino ese mismo discurso se estaciona entre la garantía técnica de una bebida que consumen millones de personas, como pueden ser los vinos de tetra, y los defectos que proponen la distinción para un puñado de consumidores de elite que pueden interpretar como virtud esa falla.
Banderas aparte, los vinos con agujeritos –como los bautizó el enólogo mendocino Pablo Richardi en aquella acalorada mesa– encuentran su razón de ser en estos péndulos propios de los consumos culturales.
Si hoy viviéramos un tiempo de vanguardias estéticas, y uso el término en el mismo sentido en que la modernidad de principios del siglo XX definió a los movimientos que se suceden y anulan en términos artísticos, estas discusiones se verían desbordadas por la infaltable grieta de cada día.
Pero, por suerte para los bebedores, podemos elegir un vino limpio o uno defectuoso, sin otro riesgo que el de pifiar el tono estético de la situación.
¿Acaso un agujerito adrede en el pantalón hoy no es más apropiado en una reunión que un siete en la rodilla por descuido en un meeting profesional? Bienvenida la era de los vinos con agujeritos.