“Ha llegado el momento de concederte una hora de eternidad, una franja de tiempo suspendido que significa libertad”. Eso dice el francés Stéphan Lévy-Kuentz, en su breve y refrescante Metafísica del aperitivo, libro cosecha 2022 de la editorial española Periférica y que acaba de desembarcar en Argentina. De la mano del autor, Vinómanos te propone recorrer definiciones y reflexiones empapadas de ese ritual de atardecer.
¿Qué es un aperitivo? Viene del latín “aperire”, que significa “abrir”, y cuenta la historia que los antiguos romanos justamente convocaban al apetito con un vaso de vino con miel.
También es “algo así como la réplica de ese expreso que tomamos por la mañana temprano”, dice Lévy-Kuentz. O, citando al escritor Paul Morand, “es la oración de la tarde de los franceses”.
Puede definirse, además, como “un centro de gravedad apátrida hecho para alejar las consignas castradoras” y como un “purgatorio entre el día y la noche”, de acuerdo a Lévy-Kuentz, que es poeta, crítico de arte y guionista de cine nacido en París, en 1958.
El autor estudió Filosofía en la Universidad Panthéon-Sorbonne, y Arquitectura en la Escuela de Paris-La-Villette. En 2015 ganó el Prix Rive Gauche con su novela L’Indésiré y, junto a su padre y su hermano –los cineastas Edmond Lévy y François Lévy-Kuentz– ha coescrito los guiones de una docena de películas sobre arte.
Metafísica del Aperitivo, una historia, muchos atardeceres
De acuerdo con su relato, después de aquellas copas romanas de vino con miel, la historia del aperitivo siguió con el hipocrás de la Edad Media europea, hecho con vino macerado con especias o frutas, la absenta o “musa verde” que tomaban los poetas, y el pastís anisado, que se solía mezclar con menta, almendras o granadina.
Lévy-Kuentz continúa en su viaje inmóvil recordando el picon, un bitter hecho con piel de naranja, quina y hierbas maceradas en aguardiente; el claquesin parisino, con resina de pino, canela y clavo de olor, premiado en la Exposición Universal de 1900, y el salers, elaborado con raíces de genciana.
La lista se acerca en el tiempo con el más conocido Kir, pero también el communard, hecho con vino y grosellas; el pineau de Charentes; el floch de Gascuña y tantos otros, hasta llegar a la masificación de los aperitivos en la década del ’50.
El aperitivo como mirador
El libro Metafísica del Aperitivo narra en paralelo cómo el autor pide en un bar-terraza de París un Irancy, una combinación de las cepas Pinot Noir y César (esta última ya conocida por los galos, sí, aquel pueblo de Asterix y Obelix).
Claro que como aperitivo también puede servir un simple vaso de cerveza. Solo (o nada menos) se trata de alguna bebida alcohólica que nos abra las puertas a otro mundo.
Así, mientras saca su Moleskine, Lévy-Kuentz observa todo lo que sucede alrededor, otro de los rasgos que puede permitir el ritual de tomar un aperitivo en soledad.
Para eso, recomienda encontrar “un puesto de observación idóneo, ligeramente apartado, ni demasiado expuesto ni demasiado aislado, una atalaya que garantice un ángulo de visión propicio, sin vecinos desagradables”.
Otro consejo, muy vigente: apagar el celular. Y así evitar el riesgo de que “allegados intenten absorberte a través de mensajes escritos o sonoros, en forma de fotos, mails, likes, pokes, hashtags, gifs, blogs, tuits y otras banderillas sociales de la ociosidad”.
Ya con su púrpura Irancy servido, y mientras el líquido desciende por la garganta del autor, él recuerda a los grandes de la literatura que estuvieron enamorados de los placeres de la bebida: Jack London, Marguerite Duras, Ernest Hemingway, Charles Bukowski, Dylan Thomas y muchos más.
El mirador le permite observar a las otras mesas; está el aperitivo compartido en pareja y está el grupal, en el que “con la ayuda del alcohol, las voces ganan en seguridad”.
Mientras el atardecer fluye (porque el autor recomienda que el aperitivo se celebre entre las 18 y las 19), desliza su mirada sobre los autos parisinos y reconoce sus modelos; ve cómo cruzan el cielo dos patos salvajes; presencia cómo se sacan “togetherfies” (selfies grupales) tres o cuatro personas; descubre que un zumbido creciente es una marea de patinadores que pasa a vuelo fugaz por la calle.
También registra, con irritación, a un estadounidense que se sienta cerca de él y habla a los gritos por el celular. Y a dos amigos, con sus copas repletas, en pleno silencio, ensimismados con sus pantallas.
El camarero fugitivo
Las observaciones impulsadas por el Irancy que toma el autor se detienen además en los mozos. Lévy-Kuentz reflexiona: “A veces cuesta captar la mirada de un camarero atareado con la comanda de otros clientes que han tenido la mezquina ocurrencia de instalarse en esta terraza antes que tú”.
El escritor explica una situación que cualquiera de nosotros ha pasado: “Es posible que cualquier señal que hagas, cualquier llamada de atención de tu parte, no haga mella en esa falsa distracción que estás en tu derecho de tildar de estratégica”.
El gradiente de gestos para llamar al camarero es: 1) una leve señal discreta con el dedo. 2) El brazo entero como signo. 3) Ya alzando la voz, “por favor”, o “¡camarero!”. Y dice que hay que aprovechar ese brevísimo intervalo en el que el mozo te mira, ese “talón de Aquiles que tendrás que alcanzar antes de que el fugitivo regrese a la barra”.
Lévy-Kuentz establece una sentencia teñida tanto de nostalgia como de realismo: “Sin estilo ni verdadera empatía, el camarero posmoderno ya no cree en su futuro coreográfico y, por lo general, no es más que un artista en ciernes que está deseando lanzar la bandeja de fórmica a la cara de la patronal”.
Llega la hora de pagar, con el sol anaranjado en el horizonte. Se terminaron la última copa de Irancy y “la libertad de aislarse”, como decía Fernando Pessoa. El aire es más fresco, es la hora de regreso al hogar y por las calles se adivinan los preparativos de las cenas familiares.
Esa pausa crepuscular, que es el aperitivo, deja paso a la noche convencional y, como señala Lévy-Kuentz, quien se levanta del bar recuerda que de pasada tiene que comprar la comida del gato.
GPS. Metafísica del aperitivo. Stéphan Lévy-Kuentz. Traducción de Laura Naranjo Gutiérrez
Editorial Periférica. 136 páginas. (2022)