¿Un día del vino argentino? Claro que sí. El vino está en el ADN de los argentinos junto con el dulce de leche, el mate y el asado. Basta con poner la mirada en la vida cotidiana para descubrir desde manchas de vino en las mesas de los quinchos a botellas (llenas o vacías) que marcan hitos en la vida de las personas: bautismos, casamientos, despedidas y encuentros. Eso, para no mencionar los asados con tinto y los fines de año con burbujas. Para felicidad de todos, el vino ha dejado una estela en el corazón de los argentinos.
Por eso, allá por 2013, se declaró a través de la ley 26.870 el 24 de noviembre como el Día del Vino Argentino, en el marco del plan estratégico vitivinícola 2020. Es que todo romance merece un aniversario, tanto para las más de 100.000 personas que viven cotidianamente del vino (el triple de forma indirecta), como para los millones que lo beben también a diario.
Día del vino argentino
El día del vino argentino tiene sus cifras: se consumen 18,7 litros de vino per cápita al año, se cultivan 220.000 hectáreas de viña y somos el 5º productor mundial, el 7º país más plantado y el 10º exportador.
A continuación, repasamos algunos momentos claves para este romance.
La antorcha generacional
Nadie arranca sólo en el vino. Siempre hay alguien que abre la puerta del sabor. Y en casi todos los casos –esto está chequeado con estudios y estadísticas de consumo– son los padres o los abuelos quienes introducen a sus hijos y nietos en el hábito de consumirlo. Razones hay infinidad. Pero la más importante es, como bien sostiene la antropología, que en la mesa se construye el corazón de la sociabilidad, sea que la llamemos familia o como resulte políticamente correcto denominarla en cada época. Y ahí, como un hito que vincula generaciones, hay una bebida que se aprende. Por eso la mayoría de los argentinos tenemos un recuerdo y un vínculo emotivo asociado al vino. Como quien pasa una antorcha, se pasan entre generaciones botellas y experiencias.
El asado
De todas las comidas, la que describe a fondo la idiosincrasia del argentino y su relación con el vino es el asado. Cuando se enciende el fuego se asiste a una liturgia milenaria: ahí también está el vino en ese corro de humanos expectantes del candor universal de la llama y su misterio. Y también está, feliz, junto a las costillas arqueadas, al vacío que llena y a la entraña de sabor sanguíneo que se empujan con un buen tinto. Como todo lo que es de grado, “buen” describe muchas cosas. Lo que no varía es el tinto, que se sostiene en pie sobre la mesa mientras todos se ladean y se preparan para esa otra liturgia tan antigua como apasionante: el arte de conversar mientras se digiere en la larga sobremesa que reclama el asado y a la que tan afectos somos los argentinos.
El café suele poner un negro punto final al paréntesis entre la comida y la despedida que mantuvo abierto -de a sorbos para algunos, para otros de tragos generosos- el vino. No importa si fue al mediodía o a la hora de la cena: hasta que no llega el café transcurre el reino del vino que, como un noble combustible, sostiene viva la conversación, sea sobre el Papa, Cristina, Macri, Maradona o Messi. Porque si hay algo para lo que el vino es bueno es para mantener unidos a quienes disienten en todo, como nos sucede a los argentinos al charlar. Para ese tipo de conversaciones acaloradas, el vino es un sano apaciguador del espíritu. Pero si se trata de festejar…
El brindis
No hay un festejo que no arranque con el descorche de una botella. Para algunos será un espumoso y para otros un vino tranquilo. Lo que está claro es que pocas cosas hay menos prometedoras que un brindis abstemio. Pensemos: qué sería de un ascenso en el trabajo, qué de un bautismo y qué de una victoria en la cancha si no se pudiera luego ponerle un broche de oro en la copa. Al fin y al cabo, en la histórica capacidad humana para salpimentar a gusto los éxitos (y pasteurizar los fracasos) no podía faltar el condimento mayor, el que hace que las comidas y las emociones tengan gusto, y el que, como los grandes triunfos, también se brinda en copas. Insípido un momento en la vida sin un vino que lo celebre.
El regalo perfecto
Portador de todo este afecto, genio de la botella, obrador de milagros y antorcha en la maratón de la vida, el vino es al final un buen compañero, del tipo que se le desea a los demás tener. Puede parecer banal, pero está lejos de eso. Desearle a otro una porción de lo que nos gusta es un gesto enorme y generoso. Por eso, cada vez que hay que hacer un regalo que prestigie a quien lo da y a quien lo recibe, la botella de vino resulta universal. Le sienta bien al médico, al abogado y al contador, pero también a los suegros, las parejas y las ex parejas, a los jefes y a los subordinados, a los amigos que más se quiere y a esos que se debe obsequiar algo a las apuradas, justo antes de golpear la puerta. Es que con el vino las manos nunca están vacías. Y nunca se está solo.
¿Hace falta mucho más para brindar por el día del vino argentino?