
Hungría, enero de 1998. Frío polar en Budapest. Trozos de hielo bajan por el Danubio y las calles de la ciudad están cubiertas de nieve. Dentro del restaurante, sin embargo, el aire caliente está perfumado de especias que se elevan de los platos de goulash y de las tazas forralt bor, como le llaman aquí al vino caliente.
Es la primera vez que pruebo un vino así. Dulce, tibio y con un carácter especiado extraño y cautivante. Aquel invierno boreal tengo 20 años y menos mundo y menos vinos que ahora. Pero lo importante es que ya está la curiosidad del periodista. Al segundo sorbo de forralt bor, le pregunto al mozo por la receta y reconozco en el vino todos los ingredientes que, en mal inglés, aporta: canela, naranja seca, anís estrellado y uno que no sabe cómo se traduce, pero que dice que es fundamental. Le pido que lo anote en la servilleta así luego busco qué es y escribe, con letra prolija y estilizada, szegfűszeg. Las bases de las zetas se entremezclan con las colas de las g.
He ahí el misterio del forralt bor. Uno bebe una taza y el calor se expande por el cuerpo como un frente tropical irradiado en olas desde el estomago; olas suaves y reconfortantes. En el paladar deja un sabor misterioso. Ese, deduzco, debe ser el ingrediente secreto: szegfűszeg.
Lost in translation
Decidido a resolver el misterio, de vuelta al hotel, bajo la lámpara prusiana del mostrador, le muestro la servilleta al conserje. El tipo, con cara soñadora, pronuncia szegfűszeg como si pudiera paladearlo. Es seguro que lo conoce y que le gusta como ingrediente. Empezamos una conversación en inglés en la que, me cuenta, el szegfűszeg es muy usado por los húngaros, aunque menos que el páprika: desde la cocina cotidiana al vino caliente, el szegfűszeg está en todas las cocinas y se usa bastante para las carnes. Que es singular, aclara, y que, lo lamenta mucho, no sabe cómo se dice en inglés.
El húngaro es un idioma melifluo y las palabras suenan como la música zíngara, con altibajos y estridencias marcadas por cierta letanía de país romántico y estepario. Como bien dice mi guía de viaje –en 1998 Google no resolvía ninguna duda al viajero– “el húngaro es una lengua difícil, ligeramente emparentado con el finés”.
De modo que szegfűszeg puede ser cualquier cosa, desde un condimento adorado de Atila y los Hunos, que se afincaron acá, a un sabor eslavo. En todo caso, es intraducible con las herramientas que cuento. Ya en la cama, me invade cierta pena: por la mañana debo viajar a Viena y temo no haber resuelto el misterio como para reproducir la receta de vuelta en Argentina.
Los vinos húngaros me gustan mucho. Incluso los fuertes y tánicos de la zona de Eger. Pero de todos los sabores que marcan mi paladar aquel invierno de 1998, el vino caliente y su misterioso szegfűszeg son para mi un recuerdo indeleble.
Fin del misterio
Temprano a la mañana camino por las calles de Budapest hasta el supermercado más cercano y, luego de buscar entre las especias –que son muchas y todas con nombres impronunciables aunque con imágenes conocidas– llego a unos sobrecitos color lila, en los que se ve un mortero dibujado y, más pequeñas aún, unos bastoncitos. En la parte de arriba, con las mismas zetas de patas largas, se lee szegfűszeg.
Tomo uno. Mejor dos sobres, me digo. ¿Y si no hay de esto allá? Vamos con tres. Cinco es un numero perfecto, son 100 gramos. No puede fallar. Al rato los cargo en la mochila como quien carga un tesoro.
Szegfűszeg, me digo como el ciudadano Kane repetía Rosebud, mientras veo pasar el paisaje a la vera del tren que conecta Budapest y Viena. Voy solo, mi hermano me espera en Austria. Cuando entro a la habitación del hostel vienés, lo encuentro tomando mate. Excitado con el hallazgo, entre mate y mate le cuento la aventura del forralt bor y el misterioso szegfűszeg que me tiene obsesionado: de Budapest algunos se traen souvenirs, yo 100 gramos de una especia aromática, con un nombre tan sonoro como impronunciable.
Con cuidado le paso los sobres a mi hermano mayor quien, contagiado ya del misticismo, deja el mate a un costado y los palpa como para sentir su contenido. De forma primitiva y a la vez experta en asuntos de cocina, luego acerca la nariz al sobre y de pronto lanza una carcajada sonora que me avergüenza. Dice: “compraste clavo de olor. Cien gramos de clavo de olor”.
Cada invierno, cuando preparo el primer vino caliente para combatir el frío, uso uno o dos clavos –o debería decir szegfűszeg– de aquellos sobres. Todavía les queda varios gramos como para un par de inviernos más.
La receta del más sabroso vino caliente. En rigor en toda Europa se preparan vinos calientes con nombres muy diferentes. El forralt bor tradicional húngaro, lleva: un litro de vino, media taza de licor de naranjas, ¼ de taza de azúcar marrón, 100 gramos de miel, piel de naranja y limón, 1 rama de canela y 1 o 2 clavos de olor. Anís estrellado, según la receta. Se lleva todo a hervor un instante y se apaga. Se sirve entre tibio y caliente.
Ahora bien, para otras recetas de vino caliente, del vin chaud al glühwein, pinchá acá.