A la hora de acompañar un buen cabrito o chivito, sea la parrilla o al asador, un vino blanco rara vez es la primera opción. Sin embargo, bien mirado, es un plan perfecto. Razones no faltan.
Sucede que cuando se le habla de brasas a los argentinos son los tintos los que ponen a enjugar la boca. Pero brasas no necesariamente es sinónimo de carnes potentes como cordero o una tira de asado ancha y marmolada de grasas. También se puede poner sobre los fierros una carne magra como el cabrito o el chivo que, mientras no se seque en la cocción, ofrece sabor delicado. Y eso, sin hablar de las versiones a la plancha, donde directamente desaparece el trazo ahumado. De forma que combinar un poco de buen chivo con un vino blanco es una opción perfecta. Veamos.
El chivo de Neuquén (y otros cabritos)
Desde que la trashumancia se practica en la provincia, a contar del siglo XVIII según las fuentes, los chivos van y vienen de los valles de invernada a los de verano en el norte de la provincia. Además de comer buenos pastos durante el tiempo estival, los chivos caminan y consumen sus ya escasas grasas. Esa es una especificidad que marca el sabor. No en vano fueron la primera Denominación de Origen (DO) para un alimento argentino.
Mientras que chivos también son los de Malargüe en el sur de Mendoza, y también son criados en trashumancia, los cabritos son la misma especia pero criadas a monte en Córdoba y el noroeste argentino. La diferencia está en el nivel de ejercicio y el tipo de pastura con que se alimentó cada uno.
De ahí que, puestos a comparar, la carne de chivo tiene menos grasa que el pollo y otras carnes comúnmente consumidas, como las rojas. A la poca grasa que tienen los caprinos se suma su inmejorable relación poliinsaturados a saturados, eso sin mencionar que ofrecen menos calorías por porción, cosas que convierten al chivo en una excelente elección nutricional. Y si lo que falta son grasas, no serán necesarios los taninos en las copas para barrer con ellas. En todo caso, lo que sí hace falta a la hora de maridar, es buscan un buen contrapunto con la cocción. O, por el contrario, un vino que no haga ni luz ni sombra, pero que refresque. Así son una buena parte de los Chardonnay argentinos.
Chardonnay al chivo y al cabrito
Se lo puede hacer a la cacerola, con cebollas y morrones, tipo bife criollo de chivo. Se lo puede hacer a la plancha con un chimichurri –en particular los cortes del torso–. O bien se lo puede cocinar como hacen los españoles el cochinillo, primero al horno y luego desmenuzado servido tipo terrina al plato. O, como también lo hemos visto, el costillar cocido en la sartén con vegetales. Por supuesto, también a la llama o la parrilla.
No importa, cualquiera sea la forma, la carne magra y sabrosa del chivo y el cabrito reclama dos cosas a la hora de las copas: frescura y perfume moderado. Eso es un Chardonnay. Con el plus del buen cuerpo que tiene la variedad, de forma que se adapta a mayor cantidad de guarniciones y cocciones. Entre todas, la más compleja es a la llama: si el cabrito sale bien ahumado –es precisamente cuando resulta más rico– el desafío para el vino es no quedar atormentado por los aromas empireumáticos –así se llaman a todos los que provienen de la combustión–, de forma que o se busca un Chardonnay con abundante madera y humo o, por el contrario, uno simplemente bien frutal para generar el contraste. Ahí ya es cuestión de gustos.
¿Qué vinos?
En nuestro mercado hay buena cantidad de Chardonnay bien logrados y a precio lógico. Sin ir más lejos, en San Patricio del Chañar, se elaboran un puñado de blancos expresivos en esta categoría, como Saurus (2018, $235) con recuerdo de pera y manzana, de rica frescura, y Fin del Mundo (2017, $346), donde la madera ocupa más lugar con un toque de humo y cuerpo untuoso.
En la misma sintonía, pero de Mendoza y precio módico, Eugenio Bustos Leyenda (2018, $170) y Latitud 33º (2017, $170), donde el primero es simple y fragante y el segundo aporta ya un trazo de vainilla de la madera, que recuerda al flan.
Más arriba en precio, conviene apuntar a estos Chardonnay que suman cuerpo y untuosidad, sin resignar nada de frescura: Ruca Malen Reserva (2016, $320), con trazo de vainilla y algo de humo; Domaine Bousquet (2018, $270) que es pura fruta; el chispeante La Linda Unoked (2018, $300); Trumpeter (2018, $317) y Killka (2018, $250), ambos con un toque de vainilla y humo bien agradable.