
El periodismo es la ciencia de volver a contar lo que ya se dijo mil veces, pero siempre como si fuera algo nuevo. Y el periodismo gastronómico, más que ningún otro. Más si lo que se lee es una de las primeras fuentes: el Manual de Anfitriones y Guía de Golosos que Alexandre Balthazar Laurent Grimod de la Reynière publicó en lo albores de la revolución francesa.
El libro, recién editado en la colección Los 5 Sentidos, Tusquets ($239), es una de esas joyitas que vuelan de un plumazo con la vanidad de quienes formamos parte del mundo gourmet.
Primero, porque Reynière inventó todo: desde la forma de escribir de gastronomía hasta los giros con los que cautivar a sus lectores, comparando asiduamente la comida con el sexo y estableciendo un criterio de orientación que incluso hoy es perfecto para saber qué está bien y qué no en la mesa.
Y segundo, porque este hombre vislumbró el futuro con sus ocho almanaques, publicados entre 1803 y 1812. ¿La razón? Como buen aristócrata venido algo a menos, observó cómo la burguesía comercial ocupó el trono de París y, al mismo tiempo, entendió que el dinero necesitaba refinamiento para hacerse valer. Y a eso dedicó, con malicia a veces y otras con absoluto buen genio, sus almanaques luego compilados en este Manual de anfitriones y golosos.
Por ejemplo, cuando denosta los postres por sus decorados y se concentra en lo que importa al cerrar una mesa, parece estar hablando de la repostería rococó del muffin y los cupcakes. Y dispara: “el verdadero y leal goloso se contenta con admirarlo. Una porción de buen queso tiene para él mucho más valor que todas las pomposas y rutilantes decoraciones.”
Suena a lo que incluso se escribe hoy, dos siglos después. Porque hizo lo que hace el periodismo enogastronómico al tratar de guiar a los consumidores modernos sobre el mundo gourmet. Y ojo, que la palabra gourmet en el libro está traducida, con muy buen tino pero desacostumbradamente al español, como goloso y no como gastrónomo.
Pero aún hay más.
Sobre el vino
En un capítulo así llamado, Reynière arremete contra los incautos. Cita de entrada un proverbio que reza “hay demasiado vino en el mundo para las misas y demasiado poco para hacer girar los molinos, bebámoslo pues.” El autor, sin embargo, no es ningún zafado ni menos improvisado en materia de vinos.
En el capítulo sobre el proceder de los buenos anfitriones, afirma, quizás exageradamente, que “el noventa por ciento de las mesas de París tienen malos vinos porque se han dejado en manos de sommeliers bribones, que se abastecen con vendedores de vino más bribones aún.”
Y asegura que hay que ir a buscarlo a las fuentes, que en el libro es ni más ni menos que el la bodega.
O cuando explica cuáles vinos sirven para qué cosas. Macon, Beaune o Languedoc –sostiene– son excelentes para el aperitivo y primera copa. Pero claro, para avanzar sobre los platos importantes, propone una lista delicada, que va de Clos-Vougeot, Volney y Vosne en Borgoña, a L’Hermitage, Côte Rôtie, Saint-Julien o Saint-Esthèphe en tintos de Rhone y Burdeos respectivamente, o a los blancos de Montrachet, Graves y Condrieu, entre muchos otros. Sostiene en otro pasaje, “es necesario que el vino sea bueno, viejo y natural”.
En otro párrafo el manual de anfitriones afirma lo que todos ya sabemos pero que Reynière escribió entre los primeros: “si algunos tienen mal vino, otros lo tienen grosero, otros triste, otros aún extravagante, el goloso lo tiene siempre extremadamente tierno y, como no se llega a goloso sin un grado de espíritu, la hilaridad le provocará siempre conversaciones agradables, piropos ingeniosos, declaraciones delicadas.” Un fino, se hubiera dicho.
Quién fue Reynière
Hombre a caballo de dos épocas, vio morir una en la guillotina y nacer otra en la vida urbana post revolución. Cultivó un notable grado de sofisticación sobre el placer de la mesa y lo llevó tan lejos que inventó, incluso, una suerte de happening en los que la sociedad parisina de aquel entonces participaba de los mejores banquetes.
Como no podía pagarlos o porque detectó que así otros amasarían sus fortunas y garantizaría los buenos productos, inventó lo que hoy llamaríamos “chivo publicitario”: metía en sus menús los nombres de los productores y los hacía presentar algunas de sus creaciones, a fin de generarles una clientela.
Con todo, este hombre de aguda observación dejó algunas de las mejores páginas de lo que hoy llamaríamos periodismo enogastronómico. Fue a la comida lo que Sade al sexo. En eso, el prólogo del libro, escrito por Xavier Domingo, aporta buenas pistas.
La última y mejor de todas: que Reynière no tenía manos y que aprendió a comer usando unos complicados artefactos, lo mismo que a la hora de escribir. Quizás por eso su manual de anfitriones está lejos de ser un libro snob y sí una pieza deliciosa que hay que devorar.
Para más sorpresas y otros appetizer como este, mejor sumergirse en el libro.