
La idea de ir a un restaurante que el resto no conoce, al que sólo se accede tocando un timbre de vecino y luego de recorrer un pasillo penumbroso, genera cierta líbido entre quienes quieren no ser vistos a la hora de salir o quienes buscan una emoción secreta a la hora de comer. Admitimos, sin embargo, que cuando tocamos el timbre dos de este pehache en Villa Urquiza, estábamos más aprensivos que sueltos.
¿La razón? Ibamos en un plan de pareja y no saber a donde se mete uno con su chica, está probado, puede ser el principio de una noche escabrosa. Pero también una maravillosa. Y este fue el caso. ¿Por qué? Sencillo, Fernando, cocinero con una década de experiencia y dueño de casa, nos atendió con una cordialidad a prueba de dudas. Una vez dentro, en el patio de casa –donde una escalera hace las veces de estantería y los muebles están construidos con retazos de madera y pallets– nos sentimos en un ambiente plenamente familiar. Eso, sin mencionar los frascos de conservas que son como imanes para alguien que tiene especial debilidad por los ajos confitados, las berenjenas al escabeche y los rabanitos en aceite.
Y ahí estábamos: en el living de una casa decorada con cariño, sentados a una de las diesiseis plazas, donde sonaba una música ligeramente elevada, pero elegida con un delicado criterio musical –sonó desde una legendaria Tracy Champan a covers de Leonard Cohen, punteos de BB King y una joven Rafaela Carrá en boleros– para hacernos sentir cómodos. Como en casa. Justo lo que íbamos a buscar.
Llegamos a Entre Frascos por dos recomendaciones: un conocido nos habló de él y Cookapp. Ahí chequeamos que no quedaríamos enfrascados en algo poco atractivo –tiene seis excelentes reviews– y con eso llegamos al timbre indicado.
¿Qué comimos?
Fernando cambia la propuesta cada dos o tres viernes. Así es que esta reseña tiene una breve duración. Pero la experiencia gastronómica nos dice que este cocinero sacará bien la mayoría de los platos que haga. El asunto es que se cocina un menú que tiene una única variante de plato principal. Conviene chequear antes qué se sirve ese día. Por 250 por persona + bebida, nosotros probamos:
Un Smorrebrod –del sueco, “cualquier cosa que se pueda servir en un pan”– ni más ni menos que una rodaja de pan negro, con manteca, queso azul y unas peras caramelizadas con canela, todo terminado con unas hojas de rúcula. Muy sabroso.
Unas costillitas de cerdo con BBQ, cebolla caramelizadas y puré de batatas. Rico, lo mejor fue el sabor de la salsa, lograda y casera.
Y una lasagna frita de berenjenas, zucchinis y cebollas caramelizadas, que estaba increíblmente buena. Muy caliente, eso sí, pero con un definido sabor en cada ingrediente. Tanto, que la recordamos con cariño al salir y algunos días después.
Nos convidaron un postre, una reconstrucción (sí, reconstrucción) de la chocotorta, con tres layers: chocolate, dulce de leche y galleta. Buena incluso para un furibundo no comedor de postres, como quien firma.
La carta de bebidas es acotada pero escogida, con amplia mayoría de tintos, pero alcanza para que todos tengan al menos un vino para su paladar. Resulta curioso un juego que proponen con los vasos: son frascos, claro, pero con un petit pizarrón para que uno escriba las etiquetas. Con mi mujer nos divertimos ya sobre el postre grafiteándolos. En suma, un lindo plan para una pareja con ganas de encontrarse o bien, para una charla íntima de amigos. Sólo con reservas. Para más data, buscá en Cookapp.