Los perros son los mejores amigos del hombre: ofrecen amor incondicional y son compañeros de andanzas sin peros. El concepto, sin embargo, quizás merezca una revisión: además de amigos, resultan eficientes empleados. Eso quedó sobradamente demostrado cuando Ricardo Echegaray jubiló a catorce perros aduaneros de la AFIP el mes pasado, como un guiño involuntario de sabueso tributario.
Ese retiro honorífico puede ser también el retiro de muchos otros sabuesos que ingresan ahora a las filas del vino. No como catadores, como cabría suponer, a pesar de que serían excelentes catadores debido a su finísimo olfato. El trabajo que consiguen labradores, golden retrievers, beagles y bloodhounds está lejos de la descripción aromática del vino. Munidos de un bulbo olfativo hasta diez mil veces más sensible que el del hombre, se los emplea hoy en la detección de malos aromas en corcheras, tonelerías y bodegas. Y en particular, para la detección de anisoles -compuestos que contagian olores desagradables al vino- que representan pérdidas millonarias en el negocio.
Ese es el caso del programa Natinga, desarrollado por la empresa chilena Tonelería Nacional, dedicada a la fabricación de barricas, y que emplea labradores para detectar maderas contaminadas, sea con tricloroanisoles (TCA) o tribromoanisoles (TBA), que al final le confieren al vino aromas de moho, humedad y cartón mojado.
El trabajo de los sabuesos de Tonelería –práctica que ahora se extiende a la zona corchera de Portugal- es simple: como los aduaneros recorren los depósitos de maderas secadas al sol en busca de aromas extraños. Entrenados durante dos años en la detección de TCA y TBA, cuando los huelen ladran y menean la cola, avisando de la contaminación. Así trabajan a diario Odysee, Ambrosía y Moro, que se ganan el pan olisqueando entre maderas. La empresa, feliz: evita así demandas, reembolsos y, sobre todo, aporta seguridad alimentaria a sus productos.
Pero ni Moro ni Odysee ni Ambrosía son los únicos canes laburantes del vino. Hay otros ejemplos parecidos. Ziggy es empleado de Sojourn Cellar, California, y su trabajo es holgazanear por la bodega. Como sus pares, busca posibles contaminaciones aromáticas que pudieran interferir en el sabor del vino. Recorre la sala de barricas, husmea en los pallets del depósito seco, olfatea los rincones oscuros en busca de algo que huela contaminado con anisoles. No parece el trabajo arduo de los sabuesos aduaneros pero, trabajo al fin, entre rascadas de pulgas y siestas al sol Ziggy es un garante del sabor.
Caza ratones
En Andalucía, al sur de España, las cosas tiene su propia forma. Allí, los vinos blancos no son tan blancos –son más bien ajerezados, con aromas de crianza oxidativas- y los perros no son sabuesos, sino… cazadores de ratones. El nombre de la raza es bastante elocuente: ratonero bodeguero andaluz.
Es petiso, de cuerpo mediano y tiene el hocico agudo del fox terrier de pelo liso, con manchas negras y marrones en la cara. Está claro que la razón para su trabajo no es estética. Sino, nuevamente, aromática. En Jerez los vinos llevan largas crianzas. Y en los depósitos de soleras y barricas hay suficiente alimento para que vivan miles de ratas. Un trabajo ideal para un gato, si no fuera que su orín es invasivo y resulta el perfecto descriptor de un Sauvignon Blanc. De forma que, para evitar la contaminación, los gatos se quedaron fuera del gremio. Y así nació esta raza de cazadores de ratones que, según explican sus criadores, fue mejorada a partir de los terrier traídos de Inglaterra desde el siglo XVI en que comercializaban los vinos de la zona.
Cuestión de olfato
Sea para cazar, para detectar drogas, aromas raros y contaminantes, la razón por la que los perros tiene trabajo garantizado –y por tanto alimento- es que su capacidad aromática está muy por encima de las humanas. E incluso resultan más fiables que algunos laboratorios, con la salvedad no menor de tener dos buenos pares de piernas que los transforman en laboratorios móviles.
Y ahora que el corcho representa pérdidas de hasta un 3% en el comercio mundial de vinos, está claro que los sabuesos tienen algo que hacer por los consumidores. De eso labura Louisa Belle, un bloodhound empleado por la bodega Cliff Lede Vineyards en California para determinar qué partidas de corchos son buenas y cuáles no. A Louisa le basta arrimar su hocico a la bolsa recién abierta para saber si hay un corcho contaminado. Su veredicto, hasta ahora, resultó inapelable.