Francia es la cuna del vino moderno y, por lo tanto, la madre de las uvas conocidas. Basta repasar el nombre de algunas para tenerlo claro: Cabernet Sauvignon, por ejemplo, pero también Chardonnay, Sauvignon blanc y Mourvedre por mencionar las más conocidas. Pero no son las únicas. De hecho, en el mundo hay más de 5000 variedades de uva catalogadas, de las que muchas tienen aptitud para hacer buenos vinos. Y aunque algunas son poco conocidas, la inmensa mayoría resulta absolutamente ignota.
Es curioso. Porque así como Italia, Grecia y España son países productores de vino, cuesta identificar algunas de sus variedades típicas. La razón es muy simple: desde el siglo XIX el modelo de vino a nivel global lo impuso Francia, con sus Burdeos y Borgoñas. Pero ahora, cuando el mundo replantea su mapa y los principales mercados consumidores son Estados Unidos y en breve China, se impone pensar sobre el enorme grupo de variedades que esperan por seducir a estos nuevos paladares.
Sólo entre las italianas –y con presencia en Argentina- se pueden mencionar clásicas como Sangiovese, Lambrusco y Ancellotta, que dan vinos con cuerpo. Y de España, por ejemplo, la más clásica y presente en nuestro mercado, el Tempranillo, que da vinos fragantes y una clara expresión frutal cuando son jóvenes. O las curiosas uvas portuguesas, como Touriga Nacional, que da renombre e los Oportos. Sin embargo, ¿qué otras rarezas esconde el mundo del vino?
Multiplica y reinarás
Para entender la diversidad, y sobretodo especialidad geográfica de las variedades de uva, hay que entender la razón y la forma en que el hombre trabaja sobre ellas. Primero, porque una variedad de uva es un grupo de plantas que fueron elegidas por su condición de gusto y tipo de cultivo. Segundo, porque fueron multiplicadas artificialmente, plantando estacas –gajos, diría cualquier vecino- a lo largo de cientos de años.
Con el paso de los siglos, la vid recorrió Europa primero, y luego migró al resto del mundo. En ese largo viaje que arranca, al menos en teoría, hacia el cuatro mil antes de cristo, el hombre fue generando grupos específicos de vides donde quiera que tuvo sed de su vino. Y así, por ejemplo, sólo en Georgia, la pequeña república caucásica, hay a la fecha unas 300 variedades reconocidas y protegidas, mientras que Grecia cuenta con un número similar. Por otro lado, países como Croacia o Hungría, dados a las fragmentaciones y las guerras por su ubicación en el mapa de Europa, conservan orgullosamente un puñado de variedades que son el resultado de cruzamientos con las muchas otras que pasaron por su territorio.
En tierras magiares, por ejemplo, se cultiva Hárslevelu y Furmint, ambas suponen el corazón de los vinos de Tokaj, los reputados Aszú elaborados con uvas podridas cuyos mililitros cotizan tanto o más que el oro. O en Croacia, la rara Grk (sic), que da vinos blancos y aromáticos en Isla de Korcula, en el costa del Adriático.
Fue en la diáspora que significó la migración europea de fines del siglo XIX y principios del XX, cuando las variedades migraron hacia nuevos destinos. Con la mano de obra expulsada del viejo continente viajaron, también, los esquejes que serían plantados en destino, como una forma de llevarse los sabores de casa a cuestas. Así, por ejemplo, llegó el Malbec a nuestro territorio o el Carménère a Chile, salvándose ambas de la devastación que significó la filoxera en Europa. Pero no fueron las únicas.
La reserva desconocida
En esos cruces también se produjeron accidentes felices. Uno, por ejemplo, es el Torrontés, que deriva de la multiplicación natural de las vides –es decir, por polen y semillas- que al cabo dan vinos singulares. O bien, rarezas buscadas, como el Cabernet Sauvignon, generado en Burdeos como una forma de mejorar el magro desempeño del Cabernet Franc.
Con todo, en ese ingente mundo desconocido por los paladares del mundo, hoy tiene lugar un fenómeno curioso. Mientras que las uvas francesas disfrutan de su prestigio y reinado, en los rincones donde el vino resiste a este imperio del sabor crecen estilos novedosos que ganan mercado en países sedientos de novedades. Desde Eslovenia, por ejemplo, hoy gana terreno en Estados Unidos una rara variedad blanca llamada Pinela. O bien, ciertos tintos húngaros elaborados con la sabrosa tinta Kadarka, que ahora compiten en la góndola global. O la más famosas de las uvas griegas, la Assyrtiko, cultivada en Santorini, que da blancos secos, chispeantes y aromáticos en la isla más fotogénica del Mediterráneo.
Lo bueno de este fenómeno, es que saldrán a la luz nuevos sabores con los que cultivar el paladar. Lo malo, es que recién comienza.
Uvas raras en nuestro país
Como el crisol de inmigración que le dio origen a la Argentina moderna, también en el vino hay un crisol de uvas. Y más allá de las conocidas, hoy se pueden probar en nuestro mercado vinos de uvas tan curiosas como: Canarí (de las islas Canarias, rosada), Tocai (del norte de Italia, blanca), Fiano (del sur de Italia, blanca), Albarinho (norte de Portugal, Blanca), Petit Manseng (Francia, Blanca). De todas ellas hay marcas comerciales en el mercado local.
Joaquín Hidalgo
Una versión de esta nota fue publicada en La Mañana de Neuquén el domingo 5 de Octubre de 2014