
Una receta de truchas con espumante, cuál es la mejor manera de untar tomate en un pan, la clasificación de los quesos según su corteza, un pequeño inventario de salsas que llevan vino.
Contra los gourmets, del recordado periodista y escritor español Manuel Vázquez Montalbán (fallecido en 2003 y reconocido en todo el mundo por sus novelas protagonizadas por el detective Pepe Carvalho), ofrece esas y muchas más respuestas en una nueva edición de este libro, publicado por Altamarea.
Atención: el título es algo engañoso. En realidad el autor de lo que toma distancia es del crítico gastronómico snob, pero ofrece en sus 300 páginas deliciosas historias, leyendas y reflexiones, adobadas con dosis de un humor agridulce.
El gourmet, dice Vázquez Montalbán, es un sacerdote que nos comunica y nos cuenta los placeres de la comida y la bebida. “Dos platos de bacalao al pil pil (Nota del r: con aceite de oliva, ajo y ajíes) jamás son iguales entre sí”, afirma, y esa peculiaridad explica una de las causas de por qué a mucha gente le fascina apreciar platos, conocer sus secretos y compartirlos.
“Contra los gourmets”: todo es historia
El libro se alimenta de relatos, mitología, religión, ciencia y gastronomía. Así, recorre el Neolítico (aproximadamente ubicado entre el 8000 y el 3000 antes de Cristo) para descubrir que en ese periodo ya se cultivaban cereales, se molían para hacer harina y se usaba la sal como condimento y la miel como endulzante.
También en esa etapa se asaba carne y se utilizaban objetos de cerámica, cucharas y cuchillos.
Los egipcios, en tanto, aparecen como comedores de aves, según pinturas registradas en las ruinas de Tebas. Llegaban a utilizar quince palabras para designar distintas variedades de panes y pasteles; según la harina, el grado de cocción o los elementos que mezclaban con la harina, fuesen miel, leche, huevos, fruta, manteca y otras grasas.

Una brochette hecha de lomos de cierva y de cabra y un espinazo de cerdo, que Aquiles le ofrece a Ulises, según Homero, marca el ingreso de la Grecia mitológica al libro. De los habitantes reales de ese país, recuerda Vázquez Montalbán, se dice que comían lentejas, lechuga, repollo, zanahoria, habas, carne de cordero y de cerdo, higos y manzanas.
En ese recorrido, surge el político espartano Licurgo, que pretendió que todo su pueblo comiese siempre lo mismo, la “sopa negra”, una “fantasía proteínica compuesta de sangre y carne de cerdo aderezada con sal y vinagre”.
Por supuesto, tienen su lugar en el libro los banquetes griegos, que en su idioma es “symposium” y significa “beber juntos”. En esas comilonas no se acostumbraba beber el vino puro, sino mezclado con agua o aromatizado con resinas y varias hierbas aromáticas.
Todavía hoy, buena parte del pueblo griego consume el vino con resinas, acota Vázquez Montalbán. Hablando del pueblo adorador de Zeus y Hera, otro detalle gastronómico-cultural: a los ganadores de los Juegos Olímpicos les regalaban un ánfora llena de aceite de oliva.
De los romanos recuerda que la plebe se alimentaba de aves y corderos, legumbres y sopas de harina, antecedente de la polenta. Mientras tanto, los sibaritas de la ciudad imperial disponían de casi todos los frutos vegetales y animales de la tierra, o al menos de los que podían conseguirse de sus colonias que iban desde la actual Inglaterra hasta Siria.
Entre los hallazgos culinarios del libro se encuentra el “garum”, un condimento pastoso romano, elaborado con salmón, sardina, anguilas y hierbas aromáticas.
Otros mundos, otros sabores
Aunque los platos fuertes del libro se cuecen sobre las comidas españolas, italianas y francesas, por suerte hay lugar en el menú para otras gastronomías.
De los pueblos indios del actual territorio de Estados Unidos, Vázquez Montalbán rescata platos como salmón ceniciento a las hierbas, frutillas silvestres con miel de trébol, pan de caribú, albóndigas de búfalo a la menta, galletas con piñones de menta, budín iroqués, huevos revueltos a la comanche, bistec de búfalo con bayas de enebro, palomitas de caramelo al estilo dakota, pan Cheyenne y cacerola con tres carnes.
Y de la cocina azteca destaca las tortillas y tacos de maíz, el pulque u octli, los hongos alucinógenos, el pan de los muertos, los tlatloyos, la salsa de chile, los tamales, el guacamole, el mole, los insectos fritos como los jumiles, los gusanos del maguey llamados chiltepetl molli y el atole, bebida conseguida al diluir masa de maíz en agua endulzada y caliente.
Utilísima
Aparte de recetas, Vázquez Montalbán ofrece consejos, listas, explicaciones. Hay aportes acerca de cómo combinar manteles y cubiertos, qué colores convienen para la vajilla de cerámica, y hasta sugerencias de cómo trinchar carnes o de qué lado de la mesa flambear una comida.
También los hay sobre en qué disposición sentarse a la mesa, para evitar que queden personas aisladas o que se formen los oxidados dúos marido-mujer en la cena, que prolongan allí el tedio doméstico.

“Como norma general, se ‘separan’ las parejas establecidas y se intercala un hombre con una mujer, un adulto con un adolescente o niño, para que todos participen de la conversación general”, recomienda el autor.
La cocina de la Madre Patria
Buena parte del libro se lleva la mirada del autor sobre su país natal y su comida, “llena de ajo y prejuicios”, como decía otro escritor, Julio Camba.
Para el fan de los platos españoles, hay muchas observaciones relevantes: sobre el gazpacho, el arroz al horno, la paella, la fabada y mil manjares más, hasta los poco conocidos para los argentinos como el besugo a la donostiarra, la sopa burgalesa y los melindres de Madrid.
Respecto de las ensaladas, el autor señala y critica el imperio de la lechuga. Y quizá de ese hábito español venga la costumbre nacional de incluir ese vegetal en muchos platos fríos. Escarola y achicoria son dos grandes olvidadas, dice Vázquez Montalbán, reivindicando opciones sepultadas por su prima mayor.
En materia de carnes, una diferencia con nuestras pampas: el autor señala que en España “se respeta demasiado a la vaca, al buey o a la ternera, por ser animales o demasiado grandes o demasiado caros”.
En cambio, más allá de la suba de los precios de los cortes en Argentina, un bien bife o una tira de asado siempre están en el top ten de los deseos culinarios locales.
De los dulces habla poco el libro. Y en el caso español, se dice que la repostería de allí “es cualquier cosa que se pueda hacer con harina, huevo, almendras y miel”.
Pero aclara: “Nadie crea que la expresión ‘cualquier cosa’ es despectiva, al contrario, sobre estos cuatro elementos la repostería popular ha conseguido auténticas obras de arte”.

Pan y vino
El pan, alimento primordial, tiene un capítulo entero en el libro. Aparte de como acompañamiento y de como símbolo de la comida, aparece como ingrediente, como en la sopa de pan con bacalao en Vasconia, o en la sopa de pan con champiñones en Francia.
Y se listan panes de harina de cebada, de harina de avena, de arroz tostado, de sorgo, de harina de soja, sin levadura, de acelga y con todo tipo de especias. O el plato que lleva el poético nombre de “pan perdido” (“pain perdu”, en francés), que es pan seco remojado con leche, pasado por huevo, frito y espolvoreado.
Como esto es Vinómanos, no podemos dejar de hablar en esta reseña con las páginas que Vázquez Montalbán dedica al vino: citando al célebre jurista y crítico gastronómico Jean Anthelme Brillat-Savarin, “el vino, de todas las bebidas, es la más amable; ya se deba a Noé que plantó la viña o a Baco que exprimió el jugo de la uva, data de la infancia del mundo”.
El libro habla de cómo los griegos solían desayunar pan con vino, y de lo común que era agregarle especias, en distintas culturas.
Aparece aparte un vocabulario del vino, para que el neófito beba de las fuentes del saber y sepa qué quiere decir uno que es “de aspecto maderizo”, “de aroma mohoso” o con “notas a vainilla”, o qué es “indeciso” en el contexto de las copas.
Se mencionan las uvas clásicas, como el Cabernet Sauvignon, pero también menos conocidas Gamay, Sangiovese, Palomino y Zinfandel. Y se recuerda cómo el vino sirve para endulzar tortas, para hacer salsas, macerar carnes y se explican los maridajes más habituales.
El recetario de Manuel
El libro también aloja recetas -tal como el autor ofreció en otra de sus obras, Las recetas de Carvalho- intercaladas entre alusiones a la corte de Luis XVI, la religión judía o los vinos argentinos.
De los antiguos griegos, figura esta fórmula para cocinar caballa: se adereza el pescado con un poco de orégano y se envuelve en hojas de higuera, que el griego Arquestrato proponía atar con hojas de junco; la caballa así envuelta hay que situarla sobre la ceniza caliente y dejar pasar el tiempo suficiente para que el pescado quede bien cocido.
Hay otras recetas, como una para preparar pan integral, y acá stalkeamos el libro: se mezclan 500 gramos de harina cernida al 90-92% (es decir, en la que permanece un 8%, al menos, de cáscara y germen), 30 de levadura y 20 de sal.
A esta mezcla se le añade agua suficiente, amasándola hasta obtener una pasta homogénea. Se deja fermentar durante treinta minutos. Luego se fracciona la masa según los panes que se quieran obtener y se mete en el horno caliente, donde se deja cocer.
Si te gusta cocinar con alcohol hay una manera de preparar arroz con azafrán al champagne: se cocina el arroz fundiendo manteca, rehogando en ella el grano, y agregando cebolla muy picada, “un pellizco de azafrán, sal, medio litro de la bebida y medio de agua”.
Hay que removerlo para que todo quede mezclado y dejar que se cocine con un trapo entre la olla y la tapa. En el momento de retirarlo del fuego, hay que espolvorear el guiso con perejil picado y queso parmesano rallado.
Vázquez Montalbán da otra receta, en este caso para preparar truchas con champagne. Dice el escritor de Quinteto de Buenos Aires: “Se abren como un libro, se les quitan las espinas, se les echa pimienta y se las deja descansar a las pobres en compañía del zumo de un limón”.
Luego pan rallado, perejil, ralladura de limón, sal, manteca y dos cucharadas del espumante. Remover todo y colocarlo luego dentro de las truchas, cerrándolas con escarbadientes. Bandeja al horno, y medio litro de champagne por encima. ¿Cocción? Una media hora.
Hacia el final, Vázquez Montalbán, sin defender la obesidad, con lucidez arremete contra “los brujos de la dietética” y hasta aborda la peculiar obsesión gastronómica de los fisiculturistas (y uno agregaría, de sus hijos menores y actuales, los que hacen fitness), con sus batidos, sus tabletas de vitaminas, bananas y pechugas de pollo. En suma, un libro para paladear página a página, ya sea por su humor irreverente, por sus historias, o por sus recetas. O por todo eso junto, como aquellos guisos suculentos en los que no podemos detectar con claridad todo lo que hay ahí y nos calienta el corazón.
