Las modas en el vino van y vienen. Y entre las que ocuparon buena parte del paladar desde la década de 1990 hay una que parece haber llegado a su fin, principalmente en materia de blancos. Ya no se los percibe más gordos y cremosos, más bien todo lo contrario: ajustados y con cierta sequedad de encías. Reina de otro tiempo, la fermentación maloláctica (ya veremos de qué se trata) es la gran ausente hoy en los blancos, especialmente en los Chardonnay en la que campeó hasta el cansancio en décadas pasadas.
Un dato: este cronista acaba de transpirar el paladar catando 180 muestras de blancos argentinos, y la vieja y querida “malo” ha desaparecido en casi todos los casos. Para bien.
Pero para que nos entendamos, es mejor explicar un par de cosas y comprender el gusto de los blancos.
Qué es la fermentación maloláctica
En las uvas hay tres tipos de ácidos. El más importante es el tartárico, que en la naturaleza existe sólo en las uvas. En orden decreciente hay dos más que son claves para el sabor de los vinos: el cítrico y el málico. Mientras que los dos primeros son estables, el málico es más bien lo contrario, un ácido que se degrada fácil en la planta y que además es fácilmente atacable por bacterias una vez que las uvas se convierten en vino.
De hecho, la famosa fermentación maloláctica –no faltaba en las catas de otro tiempo la pregunta acerca de si un vino tenía o no “la malo” hecha, era el dato “in” para los consumidores– es una forma de estabilizar al vino: al dejar que las bacterias conviertan el ácido málico en ácido láctico, los enólogos se ahorran la posibilidad de que suceda en la botella, por ejemplo. Y así ganan estabilidad. Pero ganan algo más.
La diferencia entre el ácido málico y el láctico es de gusto y de textura. El primero es el típico de la manzana verde (dato nerd: malus es manzana en latín y explica el nombre del ácido), ese que al cabo de una buena mordida a una jugosa Granny Smith deja las encías limpias y secas, además de hacer chirriar los dientes. El láctico, en cambio, como su nombre lo sugiere, es el que está en la leche y da sensación grasa y untuosa. Esa es la diferencia crucial, si descartamos la capacidad de generar sensación de frescura.
Para más detalles sobre el proceso biológico, siempre está Wikipedia.
La razón de la pérdida
Pero entre los vinos que caté esta última semana casi no hay efecto láctico. Más bien lo contrario. En la búsqueda de una frescura más crujiente, de un efecto de subrayado de la acidez, los enólogos han optado por el ácido málico. Es la escuela del Sauvignon Blanc, para decirlo de otra forma: si de lo que se trata es de darle al vino una sensación de encías secas y frescura subrayada, el málico es un peón que conviene no sacrificar en el tablero del gusto.
La novedad es que los Chardonnay y Semillón van en esta línea, incluso aquellos que llevan cierto grado de barrica. Y el resultado es asombrosamente interesante: mientras que los blancos ganan tensión y se vuelven más gastronómicos, al mismo tiempo son menos agotadores e invitan a otra y otra copa. Todo gracias una presencia de málico que, como los buenos platos, opera como un condimento en las sombras.
Pero hay más. La pérdida de la sensación cremosa por ausencia de ácido láctico ahora es sustituida por un trabajo de borras. El vino pasa más tiempo en tanque o barrica con las levaduras ya inactivas, aportando sus proteínas al cabo de la autólisis (gran nombre para un bar tipo drive-in), que no es otra cosa que su descomposición. Si antes la cremosidad implicaba pérdida de acidez, ahora se llega a un punto similar con las borras pero conservando frescura. Eso sí, con más trabajo manual: a las borras hay que ponerlas en suspensión para que funcionen, removiendo tanques y barricas asiduamente.
Una ganancia franca
En la medida en que las técnicas de elaboración de blancos se pulen –y esta vendimia 2020 por su rareza será una escuela al respecto– se pueden buscar estilos que pivoteen entre la frescura y la textura cremosa y a la vez ligeramente seca en las encías, que aportan tanto la conservación del ácido málico como el trabajo con levaduras.
Dicho de otra manera, hoy el calce de los blancos es más ajustado, más preciso y a la vez con mayor tensión. Algo que el paladar celebra (porque transpira menos). Y, en todo caso, en la medida en que las regiones más frías se desarrollen en volumen, podrá volver la fermentación maloláctica a ocupar su debido lugar para bajar la acidez elevada de esas regiones. Por ahora, parece confinada al museo de la enología. Y está bien.