Después de que el mozo sirve apenas la copa con vino sobreviene un minuto de zozobra en el restaurante: es como si encendieran de golpe la calefacción y uno empezara a sudar con la sola idea de tener que juzgar la botella. ¿Qué mirar? ¿Qué oler? ¿Y si lo que miro y huelo no me gusta? ¿Qué hacer? ¿Devuelvo la botella o me la tomo?
¿En otras palabras, cuándo está bien devolver una botella y cuándo no? A continuación:
No es lo que pedí. Conviene estar muy atento al momento en que el mozo trae la botella. Si es un tipo canchero, mostrará primero la etiqueta, como quien enseña un presente. En ese fugaz momento hay que revisar que sea el vino que uno pidió, porque entre reservas y gran reservas de una misma marca o entre añadas a veces no hay cambios muy visibles. Pero a la hora de la cuenta la diferencia sí se notará. Y es mejor prevenir que curar: si no fuese el vino que uno pidió, este es el momento de cambiar la botella.
El corcho. No sirve olerlo, porque no nos dirá nada. A lo sumo hay que observarlo: si tiene vetas de vino que lo surcan de punta a punta, es posible que esa botella no esté en su mejor momento y hay que ponerse en alerta. La verdad se resolverá en los aromas del vino.
Los aromas. Los vinos que están como para ser devueltos huelen feo. Y feo, es muy feo: a trapo sucio, a cartón mojado, a sótano húmedo y cerrado por años, a maderas viejas y enmohecidas, a vinagre. Si huele así, la botella tiene seguro pasaje de vuelta. Para despejar toda duda, cabe oler la copa una vez más, con una inhalación pausada y profunda, para estar bien seguros: si se disipa, conviene darle un minuto antes de decidir; si no, venga otra botella sin costo alguno. Hay dos vinos, sin embargo, que tienden a confundir. Uno es el Syrah, que puede ofrecer algún aroma animal que se evapora rápido cuando es joven; otro es el Sauvignon blanc, cuyo trazo de sudor o ruda, puede ofender la nariz al principio, pero está bien que así sea. Para el resto, no hay perdón.
La temperatura. Pero si los aromas son agradables hay que embucharlo para definir el asunto. Ahí está la verdad. Antes de entrar en detalles de balance o textura, lo que hay que observar primero es que la temperatura sea la correcta (unos 16º a 18ºC para tintos, 7º a 10º para blancos, rosados y espumosos). Nadie lleva un termómetro en el bolsillo, así es que, hay que saber que en un vino caliente el alcohol resultará quemante, mientras que uno muy frío la acidez estará muy marcada. En el caso de un tinto, se le informa al mozo que el vino no está a temperatura y si es posible enfriarlo. Si porfía en que la temperatura está bien, mirándolo a los ojos se le informa que a uno le gusta más frío. Que traiga una frapera y que lo refresque unos minutos. Con los blancos, es más fácil, porque nadie discute si hay que enfriarlo o bien, si hay que calentarlo un poco, basta con esperarlo. Con unos minutos alcanza. Entonces, por falla en la temperatura, no se devuelve una botella.
No me gusta. Si todo está bien, aún puede pasar que el vino resulte áspero como una lija o bien que seque las encías como si las hubieran cubierto con de silica gel. O bien que no funciona de ninguna manera con la comida, como pasa con algunos tintos y los mariscos. En ese caso, no hay nada que hacer: la elección fue mala y ahí sólo resta apuntarle al mozo o al sommelier que no nos advirtió ese detalle. Pero la botella se paga y no se devuelve. Lo mismo sucede si el vino no nos gusta: o porque su balance es débil o porque no nos atrae su frescura o sabor. Nada que hacer.
El truco de la botella abierta. En muchos malos pero populares restaurantes el mozo suele venir con la botella a medio abrir. “Para ahorrar tiempo”, se excusa. Ver el corcho a medio salir de una botella es motivo suficiente para mandarla de vuelta. La botella se abre en la mesa, donde la veamos. No sería la primera vez que la picardía de un mal restauranteur hace rellenar las buenas botellas con otras mediocres para “reciclarlas” en su billetera. La regla es: toda botella llega a la mesa sin abrir ni empezar a abrirse. Si no es así, se devuelve.
Ahora sí, la próxima vez, tendrás un plan para seguir. Con un último consejo: en todo lo que se diga y haga, calma y seguridad. En el fondo, toda la situación es una lucha de poder en la que uno tiene las de ganar, si no abusa.
Joaquín Hidalgo
Una versión de esta nota fue publicada en Foodnework