La gente desconfía. No sin razón. Pero ahí está el catador de turno, arrimando la nariz al delgado filo de la copa. Los ojos entornados, soñadores. Olisquea, una, dos, tres veces cortas antes de respirar profundamente el vino. Pausa. Es una breve pausa. La que toma el aroma en llegar al bulbo olfativo y en trasmitirlo al cerebro que lo procesa. Ya está, con el rostro encendido el catador dictamina: “frutos rojos, cerezas, para más datos al marasquino”.
¿Miente? ¿Tiene una verdad revelada? ¿Sanatea y nos toma el pelo? ¿O lo que huele son efectivamente cerezas marasquino? Ahora sobreviene un momento de tensión. Es como cuando un acróbata está a punto de comenzar una prueba difícil y el público contiene el aliento. Porque lo que viene es el momento de la verdad. Del otro lado, los testigos de la escena, toman sus copas y huelen, con timidez casi siempre, hasta que primero uno –una señora- y luego otro –un señor- repiten con cara de enamorados: “es verdad, huele a cerezas”.
Y ahí está uno. Por lo general, con cara de negociar con un vendedor de autos usados la compra de un dos puertas. Momentito, nos decimos. A la señora de ojos húmedos no hay duda que el catador la tiene en la mano como a un pichón desvalido. Y el señor de camisa a flores, está claro que de vinos sabe tanto como uno de etnografía de las islas de Borneo. Y sin embargo, al oler hay algo. Algo que podría llegar a ser una fruta, no sabemos si roja o masomenos roja, pero algo. Algo que, forzados por la sugestión del catador y tensionados en la resistencia a morder el anzuelo, dudamos de aseverar. Y sin embargo algo hay.
Para eso, la ciencia tiene múltiples respuestas. Y la primera es enoquímica.
¿Por qué los vinos huelen?
La uva es una fruta muy curiosa. Entre sus muchas variedades hay uvas que tienen, de por sí, grupos aromáticos específicos. Ahí está el Torrontés, por ejemplo, con sus trazos de flores o el Malbec, que siempre ofrece un recuerdo de ciruelas.
Desde el punto de vista enoquímico, la uva tiene la capacidad de ofrecer los precursores aromáticos que distinguen a otras frutas. En eso, no hay más magia que esta: la vid sintetiza, por ejemplo, linalol o ß-damascenona, dos compuestos que forman el sustrato aromático de las uvas y luego de muchos vinos. El primero es claramente frutal y floral con un trazo mentolado; mientras que la impronunciable ß-damascenona es responsable de otro gran grupo de aromas frutales y, sobre todo, de potenciar al resto de los precursores.
Porque no todos los aromas se encuentran en cantidades significativas en un vino. Así, la interacción entre todos sus compuestos determina familias o compuestos de impacto –las que efectivamente percibimos-, por un lado, y los llamados contribuyentes mayoritarios, netos y minoritarios, por otro. Es decir, que algunos grupos resultan dominantes, pero que todos hacen su aporte.
Ahora bien, existe lo que se llama el umbral de percepción, que resulta clave a la hora de los vinos. De los muchos compuestos aromáticos de un vino –ésteres, alcoholes, ácidos, compuestos carbonílicos-, y de sus cantidades, depende que sean perceptibles al olfato humano. Y ahí es donde la química se choca con la percepción. Y entramos a la segunda respuesta de la ciencia al dilema de los aromas.
No huelo nada
Si bien el olfato puede discriminar más de 10 mil moléculas específicas, la realidad es que sólo el entrenamiento genera un sentido, o mejor dicho, sólo la experiencia permite definirlos con precisión. Ahí es donde las cerezas marasquino del comienzo se deslucen frente a alguien que no sólo no come cerezas, sino que mucho menos de esa forma, y que carece del recuerdo.
Y ahí es donde el vino muestra su faceta más elitista. Porque en las descripciones dominantes–no en la química, sino del lado del consumidor- aparecen cuero de montura, regaliz u hongos de pino y un largo etcétera que habla más de la condición social del bebedor que del vino en sí.
No obstante, una cosa permanece invariable: el olfato los percibe –siempre que estén por encima del umbral- y aunque la memoria no los pueda nombrar, sí somos capaces de ejecutar un juicio de valor al respecto: nos seduce o no, nos atrapa o no, bebemos o no.
Y eso, curiosamente, es una lectura que no está en el vino sino en un aspecto emocional que tiene lugar, precisamente, en un rincón remoto del cerebro llamado hipotálamo, vinculado al sistema límbico para más datos. Ahí es donde interpretamos las emociones y donde el cerebro juzga los aromas.
Claro que nadie sabe esto cuando el catador lanza “rosas rosadas” en un Pinot Noir. Por suerte. Aunque esta explicación al menos debería disminuir, al menos en parte, la resistencia de los consumidores a creer en el olfato propio y ajeno.
Joaquín Hidalgo
Una versión de esta nota fue publicada en La Mañana de Neuquén el domingo 23 de novimebre de 2014.