En el mundo del vino Alemania está de moda: al bebedor sofisticado le ofrece una buena paleta de sabores únicos, entre variedades de uva propia a regiones límite, paisajes fascinantes y el absurdo complejo de sus clasificaciones. Quizás por ello, entre los sommelier del orbe, los vinos germanos están a pedir de boca.
Desde este rincón del mundo, sin embargo, Alemania es un país remoto. Es difícil encontrar incluso en vinotecas especializadas algunos vinos alemanes –aunque hay algún que otro importador en Buenos Aires que se especializa en ellos–, y si se diera el caso de hallarlos, son indescifrables para los consumidores. Ya desde el vamos las zonas nos suenan impronunciables, como Rheinhessen, Hessische Bergstraße o Mosel-Saar-Ruwer por mencionar tres famosas. Eso sin entrar en las clasificaciones de vino que son, por lo menos, racionalmente indescifrables: a diferencia del resto del mundo que clasificó sus vinos por terroir, en Alemania los clasifican por la densidad del mosto. Lo que nos lleva derecho al tema de esta nota.