Hay bocados que sacian a la primera y otros que, hasta que no se acaba con el objeto, no dan ninguna sensación de saciedad. Esos son los bocados compulsivos. Ya sabemos que las comidas no pueden serlo, sin embargo, hay algo en los diez bocados que siguen a continuación que, sea porque uno mira una serie, se pasa el tiempo con ellos o porque el truco está en el mecanismo, desde el comienzo hasta el final del tarro no hay forma de detenerse.
¿Qué características tienen?
Los bocados compulsivos no pueden entrar en un puñado. Es muy importante que la unidad de ingesta sea pequeña, cosa de motivar la compulsión.
Otro asunto clave es que sea necesario hacer algo previo: pelar, trocear, dividir, así el componente lúdico del asunto también hace a la compulsión.
Cualquier cosa salada tiene de convertirse en bocados compulsivos antes que una dulce, porque esta última puede empalagar.
Hay algo fundamental en los bocados compulsivos: es pensar que nunca se acaban, por grande que sea el paquete, pero que el final es algo posible.
Del menos al que más, los diez bocados compulsivos:
Mandarina. Nunca es una sola por la sencilla razón de siempre faltan gajos, a pesar de que tiene entre 9 y 11. Los amante de la perfección dirán: es que los gajos no son pares. Pero el verdadero placer de la mandarina está en pelarla. Que se vaya despegando en tramos largos, porque cuidamos que así sea, y en ese cuidado se esconde la compulsión de la mandarina: va desde el perfume, promesa de sabor, hasta el escupido de la semilla.
Frutas secas: pasas de uvas, almendras y castañas de cajú. Por más que uno quiera entrarle al paquete con toda la mano, el placer real está en comerlas de a una, elegiendo las que tienen mejor pinta, mientras, por ejemplo, estás navegando en internet, escuchando música o viendo una serie. Mejor aún si se camina por el parque. El secreto de este bocado está en comerse primero las que te gustan más y luego el resto.
Pochoclo. La psicología del pochoclo indica que se arranca por comer una o dos palomitas, luego se sigue con algunos puñados y al cabo se vuelve al picoteo intermitente al promediar la película. La razón: el placer no está en el sabor, sino en el hecho de llevarse algo a la boca que proponga ligeras pausas en el film, aplazando cierta ansiedad, porque la película, como el tarro de pochoclo, nunca (pero siempre) se acaba. Igual funciona la tutuca. Del sabor, poco que decir. De bocados compulsivos, todo.
Aceitunas. El ejercicio es simple: poné un pote con aceitunas (ojalá de las griegas) y después contá los carozos en el platito de cada uno. Nadie que ame las aceitunas tendrá menos de media docena. El placer oculto de la aceituna, lo que la convierte en un bocado compulsivo, está en desgastar el carozo mientras uno lo saborea y mantiene una conversación tan banal como los carozos.
Semillas de girasol. Claramente no sacian el hambre, pero engañan al estómago por la vía lúdica y constante del pelado. Es el ejemplo perfecto: con una bolsita de 100 gramos te podés pasar poco más de una hora perfeccionando la técnica; si mordés primero la sutura de la cáscara, o si la rompés con los dientes, si acumulás semillas peladas en el carrillo para luego triturarlas todas juntas. Cualquiera sea el caso, la cáscara salada es la razón única para entrarle a estas semillas entre los bocados compulsivos.
Maíz canchitas. Típicamente andinos, aún prendieron poco en nuestro medio aunque van ganando terreno. Son, ni más ni menos, que los granos del maíz sin reventar, pero convertidos internamente en harina. Es la versión mejorada del pochoclo por dos razones: es salada y ofrece contraste de textura. Lo mejor es, por ejemplo, partir en la boca un maíz cancha del tamaño de una muela y sentir cómo la harina que se libera del interior y te seca un poco la boca. A la tercera o cuarta cancha, se completa el circuito con una vaso de cerveza frío. Y se vuelve a empezar hasta acabar con el bowl.
Maní con chocolate. Es un placer onanista de verdad: la gracia no está en comer el maní o el chocolate –que en rigor es más bien soso–, sino en chuparte los dedos después. Y el placer culpable se completa la próxima vez que te ponés el abrigo con el que fuiste al cine y ves las manchas del crimen cometido. En ese sentido es lo mismo que el praliné: lo mejor es el aroma antes de comprarlo.
Papas fritas. Acá descartamos las papas fritas de verdad y nos quedamos con el snack. La razón es simple: es muy, pero muy difícil sentarse a ver una serie con unas fritas recién hechas, a menos que tengas un cocinero esclavo en casa. De las papas que hay en el mercado, a mi me gustan las que tiene gusto a papas. Y son mejores que palitos y chicitos por la sencilla razón de su fragilidad: manipularlas implica ir con cuidado y parte del gusto radica en este punto, sólo yendo de a una, dos a lo sumo, se puede consumar el glotonismo.
Maní con cáscara. Todos sabemos que el placer más compulsivo del maní con cáscara es pelarlo. Pero fijate qué curioso: no se come la cáscara ni se saborea, porque es fulera, sino que se descarta. Porque el verdadero placer compulsivo está en abrirlo y que no se caiga el maní, que la semilla esté intacta y hasta que cueste un poco sacarlo. La decepción más grande, sin embargo, es cuando el maní está podrido o consumido por esas telarañas extrañas que son amargas. Lo mismo pasa con la nuez con cáscara, donde nadie sabe cómo obtener ese cerebro de ratón sin que se rompa.
Pistachos. Es el más sádico de los placeres culinarios. El yelmo, ese casco abierto que lo contiene como una armadura, es a la vez filoso. Los primero cinco se abren fácilmente haciendo palanca con los pulgares. Después, las uñas se desprenden un poco y la sal de la cascara hace que te ardan incluso al día siguiente. Ni qué hablar de esos pistachos que no se abren y que quedan al final para empleo de una pinza, martillo o cascanueces. Pero si los comprás pelados no tienen ni un cuarto de gracia, y eso que son igual de carnosos, igualitos de crocantes y gomosos. Todo el sabor del pistacho salado se obtiene al pelarlo y saborear los primeros. Lo demás es meramente accesorio.